El contexto físico en el que uno vive "sus experiencias cardinales" deja una impronta profunda en nuestra alma. Interiorizamos el exterior de forma que éste acaba troquelando nuestro ser más íntimo. Lo que hay alrededor -el paisaje, el clima, el horizonte visual- determina lo que somos o, mejor aun, lo que nunca dejaremos de ser ("Sólo se es una vez. No se cambia fácilmente el carácter. Hay un privilegio del origen, un sortilegio, también. La fe nueva, intacta, que uno trae al nacer confiere a las primeras cosas un definitivo ascendente. Ya podrán, más adelante, componer otros rostros, sólo uno tendrá nuestra aprobación: el que les vimos cuando llegamos").
La infancia de Pierre Bergounioux -nacido en 1949- transcurre en la lluviosa Corrèze, una región accidentada y boscosa a los pies del Lemosin. Estas eran tierras altas y primitivas a las que el progreso tardó en llegar y en las que el "gran pasado" estaba muy presente aun, resistiendo entre los pliegues de su agreste paisaje. Bergounioux creció en estas tierras y luego dejó los bosques, las afueras, para marcharse a la gran ciudad, pero se llevó con él la marca del salvaje, la herencia viril de su tierra natal, en su memoria y en sus sueños.
Es en la ciudad -metáfora de la extraña y frágil facultad de pensar- donde Bergounioux descubre de qué manera el paisaje donde vio la luz contribuyó a modelar su interior. En la ciudad Bergounioux siente nostalgia, desea reencontrarse con los "fastos del aire libre" (el cielo abierto, el profundo bosque, la dura roca...) quiere volver a escuchar la voz que murmura en el follaje y va directa al corazón. Pervive en él la oscura añoranza de la inmanencia perdida, de la íntima unidad que conoció con la materia.
Como el San Antonio de Flaubert, quiere "ser la materia". Pero consciente de que también es pensamiento e imaginación, acepta esta dualidad humana que implica tener un cuerpo que nos hace dependientes y siervos de la realidad material, pero que a su vez este cuerpo está flanqueado por "un anexo inmaterial pero en ningún caso irreal", compuesto de ideas, visiones, proyectos y sueños.
El universo de las tierras altas, de los márgenes, declina. La llanura se basta para cubrir las necesidades de todos. En estas tierras abandonadas tan sólo moran ya las sombras de los que allí vivieron. Pero en ese silencio "quedamos dispensados de las certidumbres y de las partes largas e inútiles del estudio, de las abstracciones y del razonamiento, de las dudas que asaltan al pensador que medita en la estrechez de una habitación", y es el granito milenario, la bóveda celeste y eterna, los poderosos vientos que baten la alta meseta, los que nos enseñarán a filosofar, es decir a bien morir, los que nos harán ver de golpe ("ver es saber") cuál minúsculos e insignificantes somos, qué vanidosas son nuestras aspiraciones, qué oscuro será el olvido en el que caeremos.
Como "finitudes pensativas" que somos, este paisaje nos entrega una poderosa visión: en ningún plan superior se incluía nuestra venida al mundo y nada evitará que desaparezca en la eternidad nuestro paso fugaz y meramente accidental por la vida.