Corre el año 194... Estamos en Orán, prefectura francesa, en la costa argelina. Ciudad "enteramente moderna", es decir, interesada únicamente en el comercio y los negocios. Aquí nadie sospecha que otra forma de vida es posible. Se trata de una ciudad en la que se trabaja, se ama y se muere con el mismo aire frenético y ausente. En Orán las mujeres y los hombres o bien "se devoran rápidamente en eso que se llama el acto del amor; o bien se crean el compromiso de una larga costumbre a dúo". Es decir, se ven obligados a amarse sin darse cuenta. Es un lugar frívolo y sin alma, que favorece la creación de hábitos adormecedores. Sus calles son una ofrenda al calor, las piedras y el polvo. Una ciudad sin árboles, sin jardines, construida de espaldas a su hermosa bahía. Parece que todo el mal gusto de Europa y Oriente se ha dado cita en ella.
De la noche a la mañana se abate sobre esta ciudad una especie de plaga bíblica, veterotestamentaria. Ratas muertas van apareciendo por todos los rincones como signos anticipadores de que algo horrible va a ocurrir. La sorpresa y el desconcierto inicial se transforman en miedo cuando el primer muerto, víctima de unas extrañas fiebres, es descubierto. En unos cuantos días las víctimas mortales se multiplican. La suma empieza a ser aterradora y alcanza proporciones de verdadera epidemia. La comunidad médica se moviliza. Bernard Rieux, médico y protagonista principal, da la voz de alarma: se trata de la peste. Las autoridades deciden poner a la ciudad en cuarentena. Nadie puede salir de ella, se debe contener a la epidemia intramuros. "Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas". La gente se cree libre, pero "nadie será libre mientras haya plagas.
Las autoridades de la ciudad deben "espantar las sombras inútiles y tomar las medidas convenientes", pero esto supone imponer la racionalidad científico-médica, derribando con ella el modelo económico, la estructura de la sociabilidad y los afectos y la cosmovisión cristiana, que representada por el jesuita Paneloux, considera la epidemia como un castigo divino merecido y no como un problema a resolver. A partir del confinamiento los ciudadanos deben obrar "como si no tuvieran sentimientos individuales" y sólo importara la historia colectiva.
Los prisioneros de la peste se dan cuenta de que esta plaga es "cosa de todos" y de que "la buena voluntad sin clarividencia", es decir, la ignorancia bienintencionada, puede ocasionar grandes desastres. Sólo los continuados esfuerzos "desesperados y monótonos" de la gente honesta pueden combatir eficazmente a un enemigo que no sólo nos puede quitar la vida, sino también el amor y la amistad. Pero estos grandes esfuerzos pueden agotar nuestra resistencia y dar paso a un cierto consentimiento de la enfermedad, a una "rara indiferencia", a un abandono casi placentero a la adversidad.
Crónica eminentemente reflexiva, este libro sin embargo alcanza una enorme y casi insoportable tensión emocional el la cruda descripción de la muerte de un niño entre terribles convulsiones. La peste pasa así de concepto casi abstracto a concretarse en la agonía de un inocente. Hecho injusto que hará tambalear la fe del ortodoxo jesuita Paneloux, escandalizar a ateo doctor Rieux y apartar la vista al lúcido Tarrou, incapaz de soportar el grito terminal del infante, grito que parece provenir de todos los moribundos a la vez. En el ambiente flota la antiquísima pregunta por la presencia del mal y su compatibilidad con la existencia de un Dios justo y bondadoso, pregunta que intentó responder ya Leibnitz en el siglo XVIII con su "Teodicea" y que aquí Paneloux despacha con su concepto de "religión del tiempo de peste": o lo creemos todo o lo negamos todo; o elegimos creer en todo o nos vemos reducidos a negar todo; o pensamos que hay un plan divino para todo, incluida la peste, o que no lo hay para nada; o fatalismo o caos. Paneloux recomienda el "fatalismo activo": aceptar los designios divinos para no odiar a Dios, pero al mismo tiempo no escatimar esfuerzos y precauciones inteligentes que nos permitan avanzar en el infortunio, aunque sea entre tinieblas. El infortunio no es una isla sin Dios en un archipiélago divino, sino parte consustancial de él.
Fascinante galería de personajes secundarios -Paneloux, Rambert, Grand- pero merece especial atención la figura de Jean Tarrou, un tranquilo rentista del que no se sabe nada, ni de dónde viene ni por qué está en Orán. Tarrou es amigo de todos los placeres, pero esclavo de ninguno. Es un hombre que, para no perder el tiempo, lo siente en toda su lentitud. Contempla los seres y las cosas con los prismáticos al revés. Historiador de las cosas que no tienen historia, toma apuntes de la realidad a modo de crónica extravagante, curiosa y siempre certera, de lo que ocurre. El lúcido Tarrou es consciente de que todas las desgracias de los hombres provienen de no hablar claro, por eso él lo hace muy claro: "cada uno lleva en sí mismo la peste", nadie se libra de ella. Unos -los más- ni lo sospechan. Otros -los menos- tratan de combatir la infección. El resto saca partido de su condición de pestífero. En el mundo -insiste Tarrou- "sólo existen plagas y víctimas" y los "verdaderos médicos" -héroes discretos, santos civiles, hombres buenos- tan escasos como necesarios, luchan con todas sus fuerzas contra "el ángel de la peste", ubicuo, imprevisible, despiadado.