Caminar es mucho más que desplazarse o hacer un saludable ejercicio. Caminar eleva hacia una forma anterior de existencia en la que éramos "habitantes de los bosques o proscritos". Las piernas son mucho más que mecanismos de tracción, son los puntos de contacto "con los manantiales de la vida", el roce con la tierra es energizante y así mismo la cadencia del paso tiene los efectos hipnóticos y espirituales de la oración.
Como explica Thoreau en su libro "Pasear", caminar es un arte y hacerlo por la naturaleza el arte supremo. Existe un camino en el mundo real por el que aun no hemos transitado, que es el símbolo perfecto del sendero por el que nos gusta viajar en el mundo interior e ideal. Para descubrirlo hay que dejarse llevar por una especie de magnetismo sutil que emana de la naturaleza y que de forma inconsciente dirige nuestros pasos.
La errancia, el vagabundeo, paradójicamente deben ser concentrados, deben implicar a todos los sentidos ("cuando veo que he caminado mecánicamente mil quinientos metros por un bosque sin estar allí en espíritu me alarmo"). La contemplación de la naturaleza durante el paseo nos hará conscientes como al poeta Ben Johnson de lo cerca del bien que está lo bello y de que "todo lo bueno es salvaje y libre".
Caballeros andantes y errantes, convertiremos el caminar en una cruzada interior a la búsqueda de nuestra "tierra santa", de ese norte en el que encontraremos la fuerza, de ese sur en el que descansaremos, de ese oeste que confirmará nuestros sueños, de ese este que desvelará nuestros orígenes.
En todo caso, este arte de caminar será una práctica activa del goce del instante dentro de una filosofía general de Thoreau que él mismo resume en este extraordinario párrafo: "Si uno avanzara incesantemente y nunca dejara de esforzarse, si madurara deprisa e hiciera infinitas exigencias a la vida, siempre se encontraría en un país nuevo o en un territorio virgen, rodeado por la materia prima de la vida".