El narrador de este libro, que no podemos confundir con Octave Mirbeau, recibe de manos de la mujer de un amigo unas memorias escritas por éste. Georges L., "una de esas buenas personas de las que no hay nada que decir si no es que son buenas personas", acaba de morir y nadie sospechaba que escribía un libro y que tuviera aficiones literarias. El narrador supera su tentación de arrojar el manuscrito a la basura, empieza a leer y sorprendido encuentra que el libro es sencillamente admirable y su lectura estremecedora y angustiosa.
Georges L. el amargado es un hombre interior, que vive tan sólo en sí mismo ("Mi vida no estaba ni en casa, ni en mi mujer, ni en el dinero; mi vida estaba en otra parte: ¡estaba en mí!"). Vive para el pensamiento, del que ha excluido la mayor parte de los acontecimientos externos y a las personas que los protagonizan. Se abstrae completamente del exterior para poder llenar su interior con belleza intelectual y moral, que extrae de su pensamiento, su imaginación y sus sentimientos. Se define a sí mismo como un templo en un desierto. La vida bulle en él, pero de forma oculta; nunca se muestra ni en su rostro ni en sus palabras, para el resto de la humanidad es un muerto viviente.
La gente que rodea a Georges L., incluida su odiada esposa, sólo son oscuros transeuntes, "furtivos reflejos de humanidad", incapacitados por sus mezquinas y groseras vidas para el amor, los sueños y la elevación ética. Son integrantes todos de una sociedad ("esa ficción abominable y terrorífica") que impulsa al crimen a través de la miseria para luego reprimirlo, tejiendo así una red de dominación y explotación que convierte a los hombres en "máquinas obedientes".
Georges L. el amargado fue un hombre nacido viejo. Sus continuos sueños de inconclusión y de aborto eran un reflejo de sus escasísimos logros externos, de su incapacidad para "conseguir nada, ni abrazar nada, ni alcanzar nada, ni tocar nada". Para él la abnegación era un síntoma de nobleza, mientras que la lucha tenaz por conseguir algo era simple codicia.
Georges L. el amargado desconfía de lo que él llama filósofos del optimismo mortífero y se refugia en la lectura constante de su libro de cabecera, los "Pensamientos" de Pascal. Privado de todo afecto, desconfía también del amor -al que define como "una cosa muy monótona, muy aburrida y a veces también un poco sucia..."- y de las buenas personas de la sociedad bienpensante -"¡Ah, el siniestro horror de la buena gente!". Matrimonio, muertes, trabajo, sólo son incidentes sin importancia, episodios pintorescos; la verdadera aventura está dentro de uno.
Georges L. el amargado, eterno prisionero de sí mismo, descubre a los cincuenta y ocho años que recuerda con una "alegría amarga y poderosa" el único acontecimiento real de su vida, el único episodio vital en el que se sintió realmente vivo y conectado al flujo sucio pero auténtico de la existencia: el paso fugaz por una comisaría y un juzgado como sospechoso de asesinato. Vemos cómo al final de su vida hay un cierto arrepentimiento y un suave propósito de enmienda, provocado por la sensación de haber desatendido la llamada sensual y primaria de la existencia. Habiendo sublimado sus impulsos hacia los sueños interiores, quizá descubrió ya un poco tarde que no había vivido.