En 1606, la tensión había alcanzado en Inglaterra cuotas tan altas que casi podía palparse con la yema de los dedos. El monarca, nunca antes discutido en su naturaleza de soberano, se veía obligado a frenar los envites de un Parlamento cada vez más confiado, más consciente de sus posibilidades y más resuelto a reclamar para sí lo que le había sido arrebatado. El temor a la revuelta inundó las calles inglesas. Muchos autores comenzaron a fantasear sobre situaciones hipotéticas, sobre qué podía suceder si las cosas se torcían hasta límites insospechados. Así nació "Macbeth".
"Macbeth" cuenta la historia de un general escocés de reluciente éxito que, auspiciado por su mujer y un trío de hechiceras, logra usurpar el trono de Escocia asesinando al rey Duncan. La obra versa sobre el remordimiento del verdugo y las manchas que sus acciones han dejado para siempre en su reputación.
Fiel al estilo shakesperiano, la tragedia cuenta con una ingente cantidad de ornamentos que no tienen otro propósito más que el de hacer que el lector se deleite con las palabras. La poesía en prosa de Shakespeare nunca va al grano, pero el sentido del que dota a sus versos es tan profundo, y sus digresiones, tan insólitas que provocan ensimismamiento y placer allá donde otros habrían sonado vacíos y monótonos.
A pesar de los aderezos que ribetean el lenguaje, el ritmo de "Macbeth" es trepidante, eléctrico. Poco menos de sesenta páginas repartidas en cinco actos de puro dinamismo, sucesos que irrumpen en la trama para dar un giro irreversible a los acontecimientos. Atrás quedan los largos monólogos de Hamlet o el exasperante cortejo entre Romeo y Julieta. Esta vez el curso del argumento cambia con tan solo chasquear los dedos.
Un aspecto curioso que define la obra es la presencia de lo sobrenatural como elemento desencadenante del resto de diálogos. Las tres brujas que se le aparecen a Macbeth y a su amigo Baquo no son contempladas con espanto por los personajes. Al contrario, los dos generales se detienen a escucharlas con atención, con el venerable respeto de quien las considera sabias y portadoras de la verdad absoluta. Es esa la forma sutil con la que Shakespeare se enfrenta a los dogmas religiosos, negando cualquier tipo de interacción con brujas o fantasmas como blasfemia.
Los mensajes que pretende transmitir "Macbeth" son tantos y tan complejos que sería inútil tratar de resumirlos en un solo párrafo. Está muy presente la idea de que incluso el corazón más noble puede corromperse si se ejerce sobre él la presión adecuada. La codicia, como pecado capital, es capaz de hacer que las mejores personas, los espíritus más puros, olviden su condición y abracen el más terrible de los males. Y cuando ese momento llega, resulta imposible dar marcha atrás. La única forma de combatir el resquemor reside en el autoconvencimiento. En hacernos creer a nosotros mismos que nuestras decisiones son las únicas correctas, que nuestros actos están amparados en el sentido común y que otra persona, en similares circunstancias, habría obrado como nosotros lo hemos hecho.
Pero sabemos que no es verdad. Que un día las lágrimas rodarán por nuestras mejillas con tanta fuerza que será imposible reprimirlas. Y, para entonces, nuestras mentiras nos habrán condenado a la soledad perpetua.
"Macbeth" es la obra más corta de William Shakespeare, pero sin duda una de las más memorables por sus emocionantes escenas y por algunas frases que serán recordadas para siempre, incluso por sus principales detractores. Puede que su argumento parezca despegado de nuestro tiempo, pero ¿no son el abuso de poder, la avaricia y la culpa todavía recurrentes a día de hoy?