Javier Marías en su libro "Literatura y fantasma" habla de dos peligrosas tentaciones para el escritor: la originalidad y lo autobiográfico. Pero reconoce que lo autobiográfico o no inventado tiene un gran interés, no como material testimonial sino (y aunque parezca paradójico) como ficción. Tratar literariamente lo verídico, conseguir que lo real parezca literario y que lo literario pase por real, es un ejemplo de lo compleja que puede ser a veces la escritura.
Algunos ficcionalizan su experiencia para darle crédito literario a su insignificante vida; otros se consagran a las memorias como forma de verificar lo acaecido a través de la escritura; Félix de Azúa en "Historia de un idiota contada por él mismo" recurre a la ambigüedad. Presenta el texto como ficción pero con forma testimonial. No nos dice que lo narrado sea autobiográfico, pero el personaje nos recuerda tanto al autor que lo sospechamos. Pero en este caso lo autobiográfico no tiene carácter memorialístico, sino que pretende ascender a lo colectivo, iluminar lo general desde lo particular. Como el protagonista dice, "dar orden y sentido a mi experiencia, de modo que pudiera ser la experiencia de todo el mundo, aquella en la que todo el mundo se reconociera".
"Historia de un idiota contada por él mismo" es la historia de una investigación cuyo objetivo es el contenido de la felicidad. Desde el primer bofetón de la realidad que actúa como motor aristotélico que nos saca de la "infancia feliz" la vida se convierte en un intento por descubrir la llave de la felicidad, sus claves ocultas. La buscamos en el amor, la buscamos en la especulación filosófica, la buscamos en el acto creativo, pero en todos estos terrenos sólo descubrimos una "ficción de felicidad". Al terminar nuestra investigación llegamos a la conclusión de que "el miedo es el padre de la infancia feliz, de la felicidad amorosa, de la beatitud filosófica o de la creación felicísima. Miedo a la insignificancia, a la idiotez, a la pobreza, a la invalidez, a la humillación, a todas las espantosas imposiciones de la vida organizada en tanto que infierno, que es la que realmente vivimos".
El protagonista ¿Félix de Azúa? descubre en un momento de iluminación místico-castrense y después de haber evitado algunos ataques de la felicidad, que sólo olvidándose de sí, apartándose del medio, desapareciendo, puede el hombre ver la realidad en todo su esplendor. En este momento "todo vuelve a estar ante los ojos". Nuestra presencia excesiva bloquea las manifestaciones más puras de las cosas, "la aparición del mundo en tanto que mejor".
Al final el protagonista descubre que lo único que elimina la angustia del tiempo es "prestar atención y descansar", manteniendo intacta la capacidad de asombro y conservándonos enteramente vacíos, abiertos y sonrientes.