Jonathan Swift decía que el arte de gobernar no requiere en realidad otra cosa que diligencia, honestidad y un moderado porcentaje de simple sentido común, y esto es válido tanto para gobernar un país, una ciudad o una casa. Cuando estas virtudes no existen en las cabezas de los que dirigen la política, las empresas, la banca o las finanzas y a esto se le suma una globalizada falta de "decencia" y una ausencia total de líderes, la catástrofe es simplemente una cuestión de tiempo.
Desde San Quirico, el lugar imaginario que ha creado Leopoldo Abadía para que sirva de banco de pruebas y observatorio de la realidad económica actual, este joven octogenario se formula a sí mismo 391 preguntas (calculó mal y en vez de 365 preguntas le salieron algunas más) que, a renglón seguido, responde con su peculiar forma de expresarse, mezcla de sentido común, fina ironía, lucidez simpática y claridad expositiva. Leopoldo confiesa saber muy poco de economía y esto le obliga a no escribir nada que no entienda, para luego sorprenderse al comprobar que si él lo entiende, lo entiende todo el mundo. Y ahí radica su éxito: se le entiende. No se esconde tras conceptos técnicos con voluntad oscurantista y, si los nombra de vez en cuando, los aclara con metáforas de la vida cotidiana asequibles a todo el mundo.
Abadía piensa que la verdadera crisis no es económica sino ética y que la solución a la misma pasa por una regeneración moral desde la escuela y la familia. Hay que formar personas cabales, "aquellas de las que te puedes fiar, que trabajan en serio y de forma honrada, que se responsabilizan de su futuro, son leales y ayudan a los demás". Defiende que es bueno todo lo que une y malo todo lo que separa y, en ese sentido, apoya la creación de los Estados Unidos de Europa y defiende una mayor sintonía entre las Comunidades Autónomas españolas y el Estado central a la hora de racionalizar las administraciones públicas.
Reivindica una vuelta a la austeridad, "una posguerra pero sin guerra previa", que nos forme en valores como el sacrificio ("donde no hay sacrificio no hay beneficio"), el ahorro y el esfuerzo. Cree, como Angela Merkel, que austeridad ("gastar con la cabeza") y crecimiento pueden ir de la mano y que hay que buscar el bienestar, pero sin crédito, como lo haría una ama de casa competente. Por cierto, Leopoldo respaldaría la canonización de la canciller alemana pues, aunque ella defiende fundamentalmente los intereses de Alemania, construye Europa y, al hacerlo, nos mete en cintura a los españoles, en la auténtica vía europea.
Anima a luchar contra los sinvergüenzas, ya que éstos provocan primero un daño directo y luego uno indirecto, desmoralizando a la gente, que acaba pensando que para triunfar en la política o en los negocios hay que ser más sinvergüenza que nadie. De hecho, piensa que "el capitalismo salvaje no existe. Lo que existe es una panda de capitalistas haciendo el salvaje". Denuncia también una total ausencia de líderes, modelos de referencia con una vida intachable que sin ser populistas, autoritarios ni mesiánicos, sean capaces de conducir al pueblo hacia la superación de los problemas.
En definitiva, Leopoldo Abadía persigue con este libro que la gente consiga tener su propio criterio ("si yo consiguiera que cien personas tuvieran más criterio después de leerlo, el libro estaría amortizado"), ya que la gente con criterio es la única que va a conseguir una auténtica revolución civil que "globalice la decencia" (los actos indecentes de muchas personas sólo se arreglan con los actos decentes de muchas personas), que globalice el optimismo (entendido a la antigua usanza como la capacidad de luchar con uñas y dientes en cualquier situación desfavorable) y que globalice la "reciedumbre", esa que nos permite mantenernos firmes siempre en lo esencial: amar, trabajar y dar.