Todos los úteros humanos son iguales y no han evolucionado nada ni han sufrido variaciones significativas en miles de años. Sin embargo, los úteros culturales no dejan de evolucionar y cambiar, algunos incluso involucionan y desaparecen sin dejar apenas rastro.
Al nacer somos sumergidos en una corriente de imágenes y palabras que van a determinar de forma irremediable lo que podemos ver y lo que podemos pensar, pero también lo que nunca veremos ni pensaremos ("jaula visual y lingüística" lo llama Félix de Azúa, "semiosfera" lo llaman otros).
En un intento de producir sentido - la ficción a la que llamamos "sentido" emerge poéticamente de la creencia en el sentido - el hombre consciente de su mortalidad trata de fijar sus experiencias y emociones en imágenes y palabras, en definitiva en signos permanentes que se convierten en sociales, públicos, culturales e históricos.
De las pinturas rupestres a la Documenta 5 de Kassel, de las narraciones orales y el jugueteo poético inocente a las cátedras de literatura y la industria editorial, algo se ha perdido. El hombre, en su intento de "abstraer y controlar el caos" se desconecta del flujo vital, de la profunda conexión con el mundo y la vida, es entonces cuando "la puta del arte suplanta la celebración de la tierra", cuando el artificio se levanta sobre el puro goce del instante inmortal.
En definitiva, según Azúa, los signos nos permiten soportar lo insoportable, pero al mismo tiempo nos alejan de aquello que haría más soportable la vida, la capacidad de diluirnos en ella, de ser "agua en el agua" como diría Bataille.