Desde hace ya bastantes años, cada novela de Michel Houellebecq se convierte ipso facto en un acontecimiento. El que fuera el enfant terrible de las letras francesas atesora toda una legión de seguidores y también —cada vez menos— de detractores. Con su estilo ágil y descarnado, sarcástico a la vez que desapasionado, acostumbra a rasgar sin tapujos todas las máscaras de nuestra sociedad biempensante. Cual cirujano con su escalpelo. Y por cada incisión brota la sangre. Y algunos observan horrorizados y otros se deleitan con regodeo, pero todos miran.
El peligro en estos casos es que los árboles no permitan ver el bosque. Que su obra sea devorada por el personaje. Porque lo esencial no es su figura —su pose, sus performances—, sino lo que señala, ese mensaje de desesperación, soledad y rencor con el que nos aniquila. Quizás el último francotirador. O como poco, el de mejor puntería.
Por ende, la impresión que “Aniquilación” provoca en el lector acostumbrado a los disparos de Houellebecq es de cierta sorpresa. Diríase que el autor francés está más interesado en la narrativa, en contar y desarrollar una historia, que en lanzar pullas a diestro y siniestro. Su prosa luce menos afilada, renunciando en gran medida a ese realismo sucio y lacónico para buscar una perspectiva más sutil (y en apariencia, más convencional).
Paul es un burócrata, está a punto de cumplir los cincuenta y su matrimonio se despeña desde hace años por los abismos de la indiferencia y el desencanto. Hasta aquí, nada nuevo, el protagonista arquetípico de sus novelas. Pero a partir de él, y mediante un narrador omnisciente que es poco habitual en su literatura, la historia se abre hacia distintos personajes y ámbitos interconectados: la intriga política alrededor de Bruno, trasunto indisimulado del actual ministro de economía francés; el variopinto universo familiar de Paul, con una hermana católica casada con un notario simpatizante de la ultraderecha, un hermano con tendencias suicidas y un padre en estado vegetal; y, auténtica rara avis en su obra, casi como un milagro, el amor romántico con el que Paul y Prudence consiguen redimir su matrimonio.
Y he aquí otra novedad: los personajes femeninos no aparecen como un mero acompañamiento ni como objetos sexuales, por primera vez tienen voz propia e incluso son ellas —con su solidez, su serenidad— las que ejercen de eje alrededor del cual gravitan sus compañeros.
Así pues, nos encontramos con el Houellebecq de siempre —el novelista capaz de captar el espíritu de su tiempo, de detectar las fisuras de la sociedad europea y satirizar sobre la soledad, el desamor y la quiebra de Occidente— y a la vez algo más, un afán de profundidad, de reflexionar sobre la enfermedad, la decrepitud y la muerte, el verdadero leitmotiv del libro. Puede ser que trate de abarcar demasiados planos, casi como si pretendiera hacer un compendio de todos los temas que caracterizan su obra (las relaciones personales, el sexo, la política, la religión, la muerte, la globalización), y es cierto que deja algunas tramas inconclusas y que tiene pasajes prescindibles (ese empeño en trufar la narración con los sueños de Paul). Tampoco se lo vamos a reprochar: su estilo se ha vuelto menos cáustico y salvaje, pero no por ello menos incisivo.
Quizá no sea “Aniquilación” la novela más inspirada de Houellebecq. Sin embargo, figura sin duda entre las más trabajadas y ambiciosas de su trayectoria, y hay además en ella un poso de madurez y de compasión que actúa a modo de bisagra, descubrimos a un autor menos cínico, más comedido y humano. Michel se hace mayor, qué le vamos a hacer, es algo que nos pasa a todos.