«No nos conocemos. Restregamos la vida de los unos contra la de los otros pero no nos conocemos.»
Qué decir de un libro sobre el cual es mejor no decir nada, llegar virgen a sus páginas y adentrarnos en una historia que no tiene escapatoria, por cuyos resquicios se filtra una luz que no es tal, el mero envés de la negrura donde empieza y termina todo. Un libro que parece escrito con la aviesa intención de provocar indefensión en el lector, envolverlo en una delicada tela de araña y dejarlo a solas con su desconcierto.
Porque
Íñigo Redondo nos propone en su primera novela una partida a la contra: la realidad está ahí, pero solo la intuimos cuando nos estalla en la cara. Y siempre es poliédrica, tiene puntos ciegos y partes que no alcanzamos a distinguir hasta que se vuelven del revés.
Corren los años ochenta en una pequeña ciudad de una república soviética. Un mundo en retirada, que se desmorona poco a poco y envuelve con su pátina de herrumbre cada vida cotidiana. Dos vidas en concreto: Alexéi e
Irina; Irina y
Alexéi. Dos personajes a contrapié, heridos, dos seres en caída libre que se refugian el uno sobre el otro para sobrevivir. Secuestrador y secuestrada. Secuestradora y secuestrado.
La acción comienza con una deslumbrante abertura de plano. En unas pocas páginas, la cámara fluye desde una primigenia masa de nubes, gas y polvo, hasta la sopa de la historia en la que se forja la idiosincrasia de un territorio, de un lugar concreto en el tiempo y el espacio. Y luego, como en un cuadro de
Edward Hopper, se posa sobre la soledad de dos seres. Y aún más allá, penetra en ella como una sonda. De lo telescópico a lo microscópico.
Es ahí donde reside uno de los grandes hallazgos de la novela, en su capacidad de ligar lo histórico con lo privado. Lo cotidiano y lo excepcional. El autor nos encierra durante dos tercios de la obra entre las cuatro paredes de un apartamento, pero en su afán de mostrarnos lo que ocurre detrás de cada ventana, de esa intimidad concreta, no escatima a la hora de situar a sus personajes en un entorno palpable. Con gran sutileza y economía de medios, las noticias del exterior se filtran en la trama y la circunscriben. Y es en esa épica doméstica donde no podemos dejar de sentir ternura hacia
Irina y
Alexéi. Porque enfrentados a un destino que les excede, se las apañan para levantar una burbuja de pureza en medio de un paisaje social desolado.
Asistimos a un juego narrativo en continuo equilibrio, un ejercicio de funambulismo que interpela al lector y lo enfrenta a la comprensión de lo terrible. Una novela donde la hostilidad del paisaje, del clima, el manto de nieve que se extiende entre los anodinos bloques de edificios, se cierne sobre las personas como un reflejo de su propio paisaje interior: el vaho, el silencio, el frío.
Leer “
Todo esto existe” es ir afrontando preguntas, interrogando a nuestra conciencia sobre cómo responderíamos ante determinados dilemas morales. De qué pasta estamos hechos.
Y cuando pensamos que ya nada puede sorprendernos, se levanta el telón y aparece la catástrofe.