Se presupone que cualquiera que firme un libro propio tiene algo que contarnos o al menos eso cree el cualquiera de marras. Luego, en el desarrollo de la obra, habrá de demostrarlo y no solo con las palabras aunque sí a través de ellas como transmisoras del pensamiento que subyace, la tesis que plantea y la síntesis que resulta. Es decir, el punto de vista original y la percepción del mundo real o imaginario que lo rodea. Sin esto último lo contado se reduciría a una incesante blablablá.
En este caso Bea Galán, la autora del título reseñado, se ha quedado corta con ese algo pues tiene mucho que contarnos y además en poco espacio y además bien: con un estilo directo, sencillo y cultivado (en sus citas comparten mantel Ignacio de Loyola, Kant y Messi, por ejemplo).
Valiéndose de un sui géneris formato epistolar (sus cartas a los alumnos las sube a la Nube en vez de franquearlas por correo postal y espera que allí las lean estos y le respondan) en realidad lo que al final termina redactando es un ensayo vívido, lúcido, honesto, sentido y crítico sobre la enseñanza en tiempos de normalidades, pandemias y nuevas normalidades así como una declaración de amor en toda regla hacia el acto de aprender (que en su ideario implica asimismo crecer). Fuera y dentro del colegio. Confinados por mandato sanitario o correteando por el campo, durante un retiro espiritual o en la conversación más banal con la familia. Aprender de manera consciente mediante la observación, la asociación y la deducción. Leyendo y escribiendo, cuestionando y asimilando y memorizando y riendo; atendiendo a la razón y a las emociones, compartiendo más que compitiendo, esforzándose y sacrificándose sin renunciar al disfrute ni al aburrimiento terapéutico; acompañando al otro en su sabiduría y en su tontería; respetando el dolor ajeno que tanto se asemeja al nuestro, haciendo de la incertidumbre virtud y no excusa; nominando los miedos para entenderlos y desbaratarlos antes de que paralicen; con la ingenuidad justa, con el escepticismo necesario; mimando las vocaciones sin convertirlas en obsesiones; expresando y callando cuando toca una cosa o la otra; tras el rastro siempre de ese hilo no tan invisible que une la inteligencia a la bondad; apuntando alto desde la humildad porque la excelencia es un medio y no un fin; creciendo en suma entre golpes de suerte y golpes que duelen. El aprendizaje, por tanto, deviene en imperativo categórico y la cuestión a debatir es cómo hacerlo. ¿Como se pueda? ¿Como se quiera? Doctores tiene la iglesia, maestras los jesuitas de Sarrià-Sant Ignasi.
De ahí que las entrañables y divertidas misivas traten otros asuntos de igual calado: métodos pedagógicos ortodoxos y heterodoxos, los límites de la libertad para que esta no sea un privilegio de pocos a cuenta de muchos, las relaciones personales -entre alumnos, entre docentes, entre aquellos y estos-, los sueños futuros y los lastres pasados, las travesuras y las trastadas en el centro escolar, la memoria de los que pasaron por esas mismas aulas y ahora ya son mayores a sus veinte años, las diferentes actitudes de los padres (fue precisamente una madre, editora de profesión, quien propuso este proyecto publicado en castellano y catalán), los fallos y aciertos del sistema o los fallos y aciertos de los individuos que forman ese sistema.
Y todo esto sin olvidar el cuidado de la ortografía, la gramática y la sintaxis de emisores y receptores (ahí sale a relucir la doctora en Filología y traductora literaria), el código y el contexto, el rigor y la flexibilidad en la forma de comunicarnos dependiendo del entorno y la situación, la mampara dialéctica entre información, reflexión y opinión.
Más allá de impartir las asignaturas de alemán y castellano, del estudio de la lengua y de la literatura en esos dos idiomas, más allá del rol como consiliaria al que dedica unas horas a la semana, más allá de sus obligaciones curriculares y de sus famosas galanadas, más allá de su fe en el más allá teológico, la autora procura y logra continuar la estela vital que inició su hermano Jano y cuya inagotable energía le sirve de inspiración, soporte y espejo para afrontar el día a día, los premios y los sinsabores, los detalles y el conjunto. Jano falleció de ELA y lo hizo sin desprenderse de esa sonrisa marca de la casa, sin luchar pero sin abatirse, aportando y no quejándose, aceptando sus fatales circunstancias sin culpar de ellas a nadie, apoyando a otros enfermos y la investigación médica. Agradecido por lo que pudo aprender en tanto enseñaba.
En el capítulo 8 uno de los alumnos concernidos le pregunta a Bea Galán si esos deberes colgados en la red son de lectura obligatoria. Desde el principio ella ha dejado claro que no pero él prefiere cerciorarse y tranquilizar su conciencia, su vaguería o su desinterés. Es posible que el muchacho no haya entendido nada o al contrario, que lo haya entendido todo y esté ejerciendo, aun sin saberlo, el factor diferencial al que alude su profesora en más de una ocasión. Reza un proverbio inglés: “Se vive y luego se aprende”. Ojalá ocurriese al revés, ojalá a Bea no le quiten nunca el micro mientras camina.