Cuando Gabriel García Márquez rechazó la oferta de Luis Alejandro Velasco estaba convencido de que hacía lo correcto. Aquel marinero se había convertido recientemente en héroe de la patria por su flamante hazaña y resultaba evidente que aún continuaba viviendo del cuento. En la redacción del periódico sabían que su visita inesperada solo podía tener fines publicitarios. Pero también sabían que habían cometido un error dejándolo marchar. Desperdiciar oportunidades no formaba parte de la ética periodística. De hecho, era una falta clara al código deontológico. Por eso, García Márquez cambió de idea e hizo que uno de sus compañeros lo detuviese al pie de la escalera. Dos semanas después, su relato de los hechos vio la luz en "El Espectador de Bogotá". Su publicación supuso el aumento de la reluciente reputación del náufrago, pero también acabó con el cierre del diario y con el exilio en Francia de uno de sus plumillas. Aunque esa ya es otra historia.
"Relato de un náufrago" narra en forma de reportaje novelado los agonizantes diez días que Luis Alejandro Velasco vivió en una balsa a la deriva después de que un terrible accidente lo arrojase al mar.
El estilo de García Márquez obedece a las pautas del periodismo: frases claras y concisas adornadas con algunas figuras literarias. El lenguaje utilizado no busca cautivar al lector, sino simplemente acompañarle durante la narración. La profunda singularidad de la historia será suficiente para captar su atención, para situarle como espectador directo de una experiencia que nunca olvidará. Es por eso que el tono utilizado queda relegado a un segundo plano.
Si hay algo que convierte a esta obra en memorable es su marcado componente humano y emocional. El tema de la soledad es muy recurrente en los trabajos de García Márquez y este caso no es la excepción. En un mundo plagado de egoísmo, la soledad es lo único que nos hace ser agradecidos, que nos hace cobrar conciencia de nuestro entorno y valorarlo como se merece. Y mucho más cuando se trata de compañía. Las gaviotas, las estrellas, los peces… Elementos que en un principio ignoramos pueden actuar como el único antídoto para no sentirse perdido y olvidado. Incluso el paso del tiempo, en los períodos más crudos de desesperación, se alza como el último consuelo, la última certeza de que, a pesar de todo, el mundo sigue avanzando.
Pero existe una situación en la que en la mente no hay cabida para la soledad. Tampoco hay sitio para los recuerdos. Es ese punto en el que comienzan a brotar dos necesidades elementales, dos demonios que duermen plácidamente en el interior de todas las personas y que, una vez despiertan, arrasan con cualquier vestigio de sentimiento: son el hambre y la sed.
A la hora de satisfacer los instintos básicos, el raciocinio siempre queda atrás. Es el ansia característica de las fieras la que toma el control de nuestras acciones. Nuestra forma de ser, nuestros principios morales, nuestro orgullo y la huella de nuestros seres queridos. Todo eso caerá en un pozo sin fondo, como si nunca hubiera existido y no regresará de vuelta hasta que logremos llevarnos algo a la boca. Porque, cuando se trata de subsistir, todos somos animales.
Esto es "Relato de un náufrago". Una obra que, en su corta extensión, entona una oda a la supervivencia y nos invita a apreciar lo que tenemos y a sentirnos afortunados por ello. Tal vez debamos aferrarnos a la vida con uñas y dientes. Porque llegará un momento en el que la sentiremos escapar de las manos. Y será entonces, y solo entonces, cuando nos demos cuenta de lo que realmente ha significado.