Cuando la libertad de poder hacer genera incluso más coacciones que el disciplinario deber es que ha llegado el momento de redefinir la libertad. El neoliberalismo y su brazo armado -el capitalismo financiero- han conseguido llevar a la práctica de forma refinada y eficiente un principio fundamental del psicopoder: no es eficaz a la larga explotar a alguien contra su voluntad, ya que se obtienen mejores resultados si es el propio individuo el que se explota a sí mismo. A través de la autoexplotación ilimitada el sujeto se convierte en un esclavo absoluto. El "fracaso" dentro de la sociedad neoliberal del rendimiento siempre es responsabilidad del fracasado y no es achacable a errores de diseño del sistema. El fracasado se siente culpable y dirige su agresividad sobre sí mismo. Este perverso sistema reduce al mínimo la resistencia individual y grupal, creando depresivos en vez de revolucionarios. Esto ya lo vio perfectamente Walter Benjamin cuando definió al capitalismo como una nueva religión, con su propio Dios -el capital- y un culto que por primera vez no era expiatorio, sino enteramente culpabilizador.
El capital tiene sus propias necesidades, que no son las nuestras, pero que nosotros percibimos como tales, de forma que trabajamos incansablemente para este nuevo Dios. El capital necesita de nuestra libertad individual para reproducirse y a tal efecto nos usa como sus "órganos sexuales". A través de nosotros se multiplica, fagocitando en su crecimiento cualquier sistema competidor, ya bien sea destruyéndolo directamente o parasitándolo. Para ello utiliza la psicopolítica, una inteligente y silenciosa herramienta de dominación que no necesita quebrar resistencias ni forzar obediencias. Su red invisible no hace a los hombres sumisos aplastándolos, sino que los hace dependientes psicológicamente. La psicopolítica genera emociones positivas y las explota. Seduce en lugar de prohibir. Se ajusta a la psicología humana en vez de reprimirla.
El psicopoder es amable, inteligente y sutil. Quiere activar y motivar, no someter burdamente. No se consigue incrementar los rendimientos -imperativo neoliberal- venciendo resistencias corporales, sino optimizando los procesos psíquicos. La psicopolítica se apoderaría de las emociones para influir sobre nuestras acciones en un nivel prerreflexivo. La racionalidad se consideraría un obstáculo o un freno en el proceso productivo, debiendo ser éste emocionalizado. Bajo estos presupuestos psicopolíticos el individuo actuaría de forma que estaría reproduciendo el entramado de dominación sin dejar de sentirse íntimamente libre.
Para aplicar este programa psicopolítico el sistema necesita conocernos íntimamente, saberlo todo de nosotros, cosa que acaba consiguiendo no a través de la estadística, sino de los Big-Data. A través de este acopio masivo de datos es posible construir el "psico-programa" individual, colectivo e incluso inconsciente de la población. El consumidor-informador, espoleado por los principios sistémicos de la hipercomunicación y la transparencia total, cederá voluntariamente todos los datos de su intimidad. No se necesitarán salas de tortura ni confesionarios teniendo smartphones y redes sociales para poder desnudarse ante el mundo. La autovigilancia digital está garantizada. Nuestro "hábito digital" deja una "huella" que es una representación bastante exacta de nosotros mismos, incluso más completa y objetiva que nuestra autoimagen. Este rastro digital convertido en datos y sometido al "data mining" sirve al psicopoder para introducir el "microtargeting" o forma de influir personalizada y precisa, tanto en los hábitos de consumo como en el voto y la opinión política. Una vida expresada en datos, según el dataísmo, es mensurable y cuantificable, mostrando de forma bastante clara sus más ocultas correlaciones. Con esta información masiva, predecir y conducir las conductas es factible.
Frente a los grandes procesos de conformación y uniformización que nos llevan al "infierno de lo igual" sólo cabe resistirse cultivando lo singular, lo improbable, la desviación, lo repentino, lo raro, lo anormal, lo extremo, el "acontecimiento", aquello que irrumpe escapando a todo cálculo y previsión y que pone en juego lo que está "afuera", la radical singularidad frente a la cual el Big-Data es totalmente ciego. En definitiva, combatir el psicopoder haciéndose el "idiota". Para Deleuze es una función de la filosofía "hacerse el idiota". Sólo desde el idiotismo se tiene acceso a lo "totalmente otro", a ese "campo inmanente de acontecimientos y singularidades" que escapan a la gran trituradora de la libertad. El idiota tiene una conciencia herética que le desvía de la ortodoxia, de la coacción de la conformidad y la violencia del consenso y le permite abrir espacios virginales, libres y verticales en los que hablar totalmente distinto.