"Nunca he podido comprender el mundo y me iré de él llevándome una imagen confusa. Otros pudieron o creyeron armar el rompecabezas de la realidad y lograron distinguir la figura escondida, pero yo viví entreverado con las piezas dispersas, sin saber dónde colocarlas. Así, vivir habrá sido para mí enfrentarme a un juego cuyas reglas se me escaparon y en consecuencia no haber encontrado la solución del acertijo".
Mayoritariamente escritos en
París, esta colección de textos breves sin aparente unidad temática ni formal no se concibieron para integrarlos en obras posteriores como material estructural, ni para desarrollarlos con algún fin literario o intelectual. Son, simplemente, apuntes rápidos surgidos de lo que
Ribeyro ve, escucha y piensa, o anotaciones marginales provenientes de alguna lectura. Son piezas sueltas sin "territorio literario propio" que pueden leerse en cualquier orden o simplemente al azar, que nunca servirán para "armar el rompecabezas de la realidad" -algo de lo que el escritor peruano no se sentía capaz por tener, según él, una inteligencia disociadora- pero sí para formarnos una idea aproximada del perfil intelectual, moral y espiritual de este lúcido y desencantado escritor que algunos críticos sitúan, por lo menos como cuentista, a la altura de
Cortázar o de
Borges. Entre estos textos breves, sus diarios, sus ensayos, sus obras de ficción y sus dichos se teje "una apretada trama de reflejos y reenvíos" que nos permite contemplar cómo sus ideas viajan de un género a otro en un fecundo proceso de retroalimentación.
Hedonista frustrado por culpa de una salud deficiente, a
Ribeyro le asustaba su capacidad para convertir todo en signo o presagio, para sustraer a las cosas todo su candor. Era consciente de que la mayor parte de nuestros actos son inútiles y acaban componiendo ese tejido gris que tapiza casi toda nuestra vida. Pocas cosas acallaban la "melodía doliente" que sonaba en él; quizá "alguna palabra tierna, algún gesto de arrojo o alguna distraída caricia". Pronto adquirió la certeza de que no existían certezas, de que habitábamos el reino del azar, gobernado por coincidencias y encuentros fortuitos. Sin embargo, siempre hizo gala de un "escepticismo optimista" que le hacía albergar cierta esperanza secreta de que las palabras quisieran decir algo, de que los valores no carecieran de valor, de que las ideas no fueran cheques sin provisión, los hechos amasijos de contradicciones o la verdad una quimera.
Al igual que
Michel de Montaigne, su pesimismo no le lleva al conformismo, la sumisión o el drama -tampoco a la acción-, pero sí a la puesta en crisis de todo lo que observa. Observar, reflexionar y dar testimonio, usando la literatura como "un órgano vigilante que cala, elige y califica" sería su gran apuesta vital. Para
Ribeyro la escritura era una forma de conocimiento; escribir le permitía aprehender y ordenar una realidad caótica y siempre fugitiva con "un instrumento mucho más riguroso que el pensamiento invisible: el pensamiento gráfico, visual, reversible, implacable de los signos alfabéticos"; objetivo que sólo consiguió en grado de tentativa, quedándose su obra según sus propias palabras en "un inventario de enigmas".