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Vivir de otra manera que no sea edénica es imposible, afirmaba Ionesco. Quizás superada la infancia, abandonado el edén, la única manera de vivir plenamente sea a través del amor, a través de la facultad que tiene este de devolvernos a ese momento primero de la vida en el que la seguridad de ser amados es máxima. El mundo de los que son amados es distinto del mundo de los que no lo son. El mundo de los felices -según Wittgenstein- es distinto del mundo de los que no lo son. Es otro mundo. Pero puede ser que el hombre no esté hecho para ser feliz, que la felicidad sea una quimera que huye cuando se la persigue y sólo se experimenta de forma sobrevenida en muy contadas ocasiones. Ni la felicidad ni su ausencia entienden de razones ni de fórmulas, serán el tiempo, la perspectiva y la resignación -esa felicidad en la infelicidad de la que habla Odo Marquard- los únicos que podrán ofrecer un por qué.

El narrador de esta novela ambiciona escribir una historia sencilla, un idilio, un relato de apenas un centenar de páginas. Su modelo es "Así que usted comprenderá" de Claudio Magris. Pero al final no lo consigue. El texto de Magris cuenta una historia de amor, el de nuestro narrador alude, sin contar, a una relación amorosa fallida mantenida a los cincuenta años, una edad en la que ya no se sabe por qué suceden las cosas ni por qué dejan de suceder. Una edad en la que no se deja de constatar "que todas las causas son sutiles y sólo los efectos son palpables", una edad en la que el desamor te hace llorar tanto como a los veinte años y redescubres que ningún acto de amor es ridículo, que sólo son ridículos los que no aman.

Estamos ante una historia que se cuenta a sí misma y lo hace adelgazando el texto hasta convertirlo en una combinación de citas, elusiones y definiciones que consiguen ir desvelando poco a poco la naturaleza de un idilio temporal ("en el amor la medida del tiempo es un año, en un año cristaliza el dolor, la desesperación y el miedo") en el que están presentes los celos ("lo único verdaderamente racional en el amor"), la indiferencia (tan fácil de reconocer como el amor), la pérdida y su fiel escudero la melancolía (que nos recuerdan, como decía Schleiermacher, que aquello que puedes perder es que no te ha pertenecido nunca) y la soledad de constatar que, a pesar de compartir sentimientos, palabras y emociones, nunca dejamos de estar solos.

En definitiva y, parafraseando a Barthes, nos encontramos ante un conjunto de fragmentos de un discurso amoroso, el discurso de una relación particular que puede funcionar como una alegoría de la idea abstracta de amor erótico. Manuel Arranz, como Roland Barthes, elige el "método dramático", el amante habla en sí mismo amorosamente frente al amado que no habla y en la cabeza del amante "el discurso no existe jamás sino por arrebatos del lenguaje, que le sobrevienen al capricho de circunstancias íntimas y aleatorias". Un discurso en el que lo importante no sería lo que se dice sino lo que articula, lo que permite construir o reconstruir en la cabeza del lector. Un discurso formado por frases que quedan en suspenso, "que dicen el afecto y luego se detienen" porque ya han cumplido su papel. Un discurso amoroso que no es dialéctico, al que ninguna sintaxis puede articular en un relato ni determinar su contigüidad. Como diría Barthes, "el enamorado habla por paquetes de frases, pero no integra estas frases a un nivel superior, a una obra, es un discurso horizontal". Aunque bien es verdad que todo episodio amoroso puede tener un sentido o se puede interpretar según una finalidad o incluso puede ser objeto de moralización.