No sé por qué me hice con este libro, no leí la sinopsis, no conocía al autor… el título y la portada me invitaron —a veces hay que dejarse seducir por cuestiones aparentemente intrascendentes, sin más—. Y tampoco sé por qué empecé a leerlo en voz alta. Solo para mí, pero en voz alta, y así ha sido, de principio a fin. El libro dictaba sus propias normas. Cuando lo acabé hace unas pocas horas, el cuerpo me pedía escuchar 90 minutos, de India Martínez. E hice caso al cuerpo —o al libro que parece que es el que ha decidido todo. Como siempre. Para terminar… este libro me ha llevado a comprar otros cinco. Es la maldición que soporto al leer libros que se nutren de metaliteratura —soy muy fácil, lo reconozco, la curiosidad lectora me puede, una y otra vez…—.
«…los libros hablan a lo más profundo de nosotros…» (p.81). No creo que nadie lo dude. Al menos nadie a quien le guste leer. Le guste de verdad. Por eso, Grégoire asume el reto de convertirse en lector en una residencia de ancianos. El Viejo Librero lo escoge a él para enseñarle a contar lo que otros han escrito, para educar a los lectores/oyentes de sus palabras, para transmitir las palabras de sus escritores favoritos a otras personas… lo escoge para conseguir que crezca y madure amando los libros y todo lo que hay alrededor de estos.
Además de un tributo a libros, libreros, escritores, lectores… "La librería de monsieur Picquier" es un tributo al respeto por nuestros mayores, un agradecimiento a la educación —a la buena, por descontado—; y a la vez es un veto a los prejuicios, a las habladurías, al desconocimiento voluntario y desinteresado. Es una pequeña joya para leer en poco tiempo y para comprender a lo largo de los días y de las noches. Un libro que permite comprender la transformación que el hábito de la lectura puede provocar en una persona, de no gustar a amarla, de dar de lado los libros a amar todo lo que gira en torno a una de estas pequeñas maravillas llenas de vida y pensamiento.
Como no podía ser de otra forma una vez envuelta en sus palabras (narración llena de puntos; frases cortas; sustantivos sin verbos; telegrama infinito muchas veces), surge la crítica incesante al olvido de nuestros mayores aparcados en residencias sin contacto con los familiares que solo acuden al olor de la muerte para repartir lo material que queda después del final. Qué imbéciles somos si pensamos que eso es lo que importa, lo material. Con el paso de los años nos vamos convirtiendo en una fuente de conocimiento que muchas veces muere silente porque nadie ha llamado a la puerta para conocer lo que atesora su vida —también es cierto que hay personas que pasarán por la vida sin dejarse impregnar de experiencias, sentimientos… pero seguro que esto es el argumento de otro libro que tengo por descubrir…—.
Me quedo, además, con dos pequeñas citas que incluye Marc Roger: «Mientras alguien nos hable, morir es imposible», de Christian Bobin —que entiendo no solo referido a la muerte física, sino al olvido interminable—, y otra de un poema (el final del poema XIV de "20 poemas de amor y una canción desesperada") de Pablo Neruda: «Quiero hacer contigo / lo que la primavera hace con los cerezos»…