"El alma es un suspiro que se oxida".
(Manuel Pereira, "Insolación").
Una noche de 1965,
Fidel Castro le ofreció una beca para estudiar pintura en Polonia al joven recluta
Joaquín Iznaga en la Plaza de la Catedral de La Habana. Significaba librarse de dos años de servicio militar: adiós a las armas, la brutalidad de los horarios, el sueldo de siete pesos mensuales, la humillación de los sargentos… El Comandante en Jefe de la revolución le tendía la mano a un soldado sin importancia. Sin embargo, como acto reflejo, el adolescente respondió con un sospechoso y rotundo “no”.
Media hora más tarde y a lo largo de 500 páginas, el protagonista intentará explicarse por qué soltó esa negativa, que le salió del fondo del alma, al hombre acostumbrado a que millones de personas le dijeran “sí” a coro. Esta cuestión sobrevolará la novela como un presagio, una nube negra que se posará sobre
La Habana.
Los 43 capítulos de Insolación son un mosaico narrativo construido a partir de la introspección de Joaquín Iznaga, una mirada aparentemente ingenua de los sucesos pero que, de contragolpe, revelan la desolación de una generación que se marchitó durante la primera década de un experimento fallido.
De esta manera, detrás de cada carcajada se esconde una mueca, un malestar; cada acción, edificio, calle y personaje adquieren una tonalidad metafórica y proyectan una sombra sobre el relato. Y como en toda su obra novelística-biográfica,
Manuel Pereira (La Habana, 1948) invoca un desfile de fantasmas para que cuenten sus propias historias como si se tratase de Odiseo, quien al llegar al país de los Cimerios, interrogó a una multitud de muertos que –anhelosos de vida– emergieron de las profundidades del Érebo para responder uno a uno a sus preguntas.
En realidad,
Insolación es una novela de formación (Bildungsroman) salpicada de alfilerazos cómicos, episodios distópicos y altura poética, donde el despertar sexual y político de un joven que lucha por conservar su individualidad antes de ser rebajado a un número militar, se mezcla con el proceso de transformación histórica que sufrió
Cuba durante la segunda mitad del siglo XX: la farsa del trabajo voluntario, la prohibición de los Beatles, el inicio del éxodo, las interminables colas para comprar productos básicos, la vigilancia permanente, los establecimientos y calles con nombres poéticos “fosilizados de la noche a la mañana por la revolución” con nomenclaturas y siglas oficiales… Pequeños cambios que en conjunto contribuyen a cargar la novela de un significado más profundo.
La publicación original de
Insolación (2006, Editorial Diana, México) no sólo marcó el retorno de
Manuel Pereira a la escena literaria después de un prolongado silencio de trece años, sino que inauguró el periodo más creativo del escritor quien desde entonces ha publicado tres novelas, dos libros de ensayos y un libro de cuentos.
Ahora bien, la reedición europea de
Insolación (Editorial Bokeh, Leiden, 2015) llega en un momento preciso que nos hace tomar con recelo los actuales acuerdos diplomáticos entre Estados Unidos y Cuba que han despertado el entusiasmo de la opinión internacional. Pero que aún no son suficientes para sanar las cicatrices de la dictadura castrista.
Para el escritor habanero, la ficción no es un simple divertimento sino una de las formas más profundas de ahondar en la realidad y recobrar lo que se ha perdido. Por esta razón, es inevitable que el lector perciba un desasosiego necesario que le remita a la sentencia de
Unamuno: “no preguntes cómo terminará la novela sino cómo terminarás tú, lector”. Cuando esto suceda, no se preocupe, es el síntoma físico que le cerciorará –en la distancia literaria– que está comprendiendo en carne propia qué significa realmente la
Insolación cubana.
Cada capítulo es un símbolo de “dolor acumulado y rabia contenida” imprescindible para comprender a fondo uno de los finales más conmovedores y bellos de la literatura latinoamericana contemporánea, donde un diluvio azota a La Habana Vieja transmutada en una colosal
Casa Tomada.