"Nunca te dejes pisotear por nadie, hijo. Este consejo es la única herencia que
vas a tener".
Felícito siempre tuvo muy en cuenta estas palabras que su padre le legó a modo de enseñanza. Él, que siempre fue un hombre honrado y trabajador, una persona íntegra, había sabido hacerse a sí mismo jugando limpio, sin perjudicar a nadie pero sin dejarse avasallar. Y ahora, a sus cincuenta y pico años,
Felícito Yanaqué, se mira a sí mismo y ve con satisfacción a un empresario de
Piura que ha logrado, con el sudor de su frente, convertir en realidad su sueño de construir una pequeña empresa de transportes partiendo de la nada.
Este empresario peruano no puede dar crédito a la nota de extorsión que un día encontró pegada en su puerta, con el esbozo de una
arañita como firma y una amenaza irónica mediante la cual su autor pretendía sacarle el dinero. Felícito duda, no sabe si tomársela en serio o considerar el anónimo como una broma de mal gusto. Se resiste a aceptar la sentencia que el comisario de policía le ha arrojado sin tapujos: "Éstas son las consecuencias del progreso, don. Cuando
Piura era una ciudad pobre, estas cosas no pasaban. Todo tiene su precio en esta vida. Y el del progreso es éste". Esta actitud conformista no va con el carácter de
Felícito, él no es de los que se dejan pisotear.
Ismael Carrera preside una importante aseguradora de
Lima. Es un anciano hombre de negocios al que el éxito ha acompañado y que prevé contraer matrimonio en breve. La noticia del matrimonio no es bien recibida por sus dos hijos, a los que apoda "las hienas", que ven peligrar el patrimonio que les permitiría seguir viviendo como holgazanes y derrochar sin límite. Pero Ismael no está dispuesto a ceder ante la deshonrosa actitud de sus hijos y pone en marcha un plan para vengarse. Para ponerlo en práctica precisará de la ayuda de
don Rigoberto, el gerente de su empresa, que tendrá que dejar para más adelante su intención de jubilarse y dedicarse en cuerpo y alma a la secreta trama urdida por la mente de Ismael.
El
Perú que conocieron Felícito e Ismael en sus tiempos jóvenes poco tiene que ver con el actual. Las ciudades de Lima y Piura no se han mantenido ajenas al cambio. El largo periodo de miseria había llegado a su fin para dar paso a un
Perú moderno, cosmopolita y próspero, un lugar en pleno auge económico donde florecen los negocios. El nuevo Perú en desarrollo convive con las traiciones, la mafia y la corrupción de siempre, lacras que ahora cobran mayor protagonismo dando origen a un escenario hasta cierto punto contradictorio: un país mejor para vivir desde el punto de vista económico, que se convierte en un campo de cultivo perfecto sobre el que los eternos problemas sociales, ya enraizados, pueden crecer y extenderse con mayor vigor. En esta situación y este momento son, más necesarios que nunca,
héroes discretos y anónimos como
Felícito e
Ismael, que no se dejen doblegar ante las injusticias morales, luchen contra la opresión, prefieran enfrentarse a los problemas en lugar de obviarlos y antepongan los principios a su propio interés. Gente como ellos posiblemente sean ahora, tal y como sugiere
Vargas Llosa, los únicos pilares sobre los que se asienta "la moralidad cívica y política" de un país.