Cuando crees que la muerte te ha quitado a la mujer que amas y de repente empiezas a reconocerla en otra persona te preguntas entonces por la naturaleza del amor. "Uno cree que ama a determinada persona, que ama algo personal, algo trágica y grandiosamente individual", pero cuando ese algo lo percibes en otras personas te das cuenta de que no amas a alguien, sino aquello que ese alguien tiene en común con otros, un patrón.
Pensamos, por orgullo y amor propio, que el yo es algo personal, pero "el yo es algo que compartimos, [...] algo que se repite, se copia varias veces, se mezcla, se renueva sin cesar y no es necesariamente personal". Hombre y mujer en eterna búsqueda para encontrar "al único" y sólo encuentran con fortuna "lo único": el amor. Pero no amor como juego o como estado de ánimo, sino como la parte del alma que permite el flujo entre el mundo y nosotros mismos.
No somos únicos, está claro, la pasión nos ha abandonado, en el poso de nuestra vida ya se fragua la indolencia y el hastío, no esperamos ya de la vida más que cumplir con nuestro deber. En este momento ya somos masa, aun cuando estemos solos. Agregados de un conglomerado social, elementos fungibles e intercambiables, en definitiva somos "similares" a otros y por lo tanto sometidos a la ley de la repetición, a un destino común, anodino y carente de cualquier heroísmo singular.
Pero en ocasiones el destino - para Sándor Márai esa mano en el hombro que guía nuestros pasos y también el vuelo de las gaviotas - vacila bajo el efecto diferenciador de los matices individuales, que abren un pequeño espacio de libertad y responsabilidad donde sólo parecía existir la predestinación, los hados, el designio divino o las leyes de la fatalidad. Los encuentros y desencuentros con esa tenue y ligera identidad que escapa a la norma son los que más nos conmocionan e iluminan, y éstos siempre ocurren en el área de un triángulo fundamental formado por el nacimiento, la muerte y el amor.