"Nunca he pensado tanto, existido y vivido, ni he sido tan yo mismo, si se me permite la frase, como en los viajes que he hecho a pie y solo"
(Rousseau)
Caminar es un gesto humano básico. La bipedestación nos hizo hombres, la marcha erguida al liberar las manos propició el desarrollo del cerebro y al elevar el rostro mejoró nuestra comunicación con el resto de los humanos. Pero más allá de este dato puramente antropológico
caminar supone una apertura al mundo, una invitación a la sensorialidad, una forma de contacto carnal con la tierra, que se enmarcaría dentro de un estilo de vida favorecedor del uso placentero del cuerpo, de lo que
Freud llamaría "el goce de la función". La mera utilización del cuerpo, la canalización de la energía a través del movimiento, la autoconciencia corporal, la inmersión física en un medio rico en estímulos primarios, liberan la mente y afinan el cuerpo y los sentidos.
Caminar para sentir y pensar, caminar para encontrarnos a nosotros mismos,
caminar para saborear el mundo.
En una sociedad dominada por la urgencia y la prisa,
caminar, deambular, vagabundear, puede ser una forma de resistencia, de reivindicación nostálgica del paso humano, de recuperación de una cadencia en armonía con los ritmos biológicos. La
marcha a pie como símbolo de una forma gozosa y libre de estar en el
mundo, de regenerar nuestro vínculo con él, de reducir su inmensidad a las proporciones de nuestro cuerpo, de redescubrir su "espesura sensible".
El
caminante es un artista del tiempo. Su escala temporal es la del cuerpo y la naturaleza. "La cultura de ir al paso -dice
Debray- apacigua el tormento de lo efímero".
Caminar es también una travesía por el silencio, cuyos volúmenes quedan resaltados por los sonidos naturales básicos, sonidos tenues que invitan a la ensoñación, al recogimiento, a la paz. Según
Le Breton "no es la desaparición del sonido lo que hace el silencio, sino la calidad de la escucha. El que escucha en silencio se escucha a sí mismo, ya que el silencio es una privilegiada vía de acceso al ser.
Caminar es un arte que requiere un "estado afectivo vagabundo". El
caminante, instalado en lo elemental, es un nómada, un hombre de paso, un alma errante que mezcla en el camino las palabras y el paisaje. El caminante, como
Rimbaud, es un "hombre con las suelas de viento". Al caminar, las ideas se desarrollan vagabundas y, al igual que los pasos, evolucionan cadenciosamente ("El andar -afirma
Rousseau- tiene para mí algo que me anima y aviva mis ideas").
Caminar y pensar, pensar y caminar. Concebir durante el camino para alumbrar desde la memoria el relato de nuestra experiencia en ese cuerpo a cuerpo con la existencia que supone una larga
travesía.
En "
Elogio del caminar" Le Breton nos recuerda que no se hace un
viaje a pie, que éste nos hace o nos deshace a nosotros. El
camino andado nos reinventa, provoca un cambio en nuestra relación con el tiempo y con el espacio. Al caminar vamos construyendo lentamente el sentido, nos vamos acercando al centro de gravedad, tanto de la tierra como de nosotros mismos.
Andar convierte el camino en una fuente inagotable de revelaciones.
Caminar para despertar,
caminar para ser.