No es fácil ser un escritor rumano. Mircea Cartarescu lo sabe muy bien. Según él, un doble malentendido aleja de la literatura rumana a los lectores en general. En primer lugar, pensar que la rumana es una cultura tradicional, rural y folklórica, con unos narradores que se dedican a estilizar viejas costumbres locales. En segundo lugar, creer que Rumanía es el típico "país del Este", sometido a una férrea dictadura comunista que ha creado individuos del Este deformados por la propaganda política, separados casi antropológicamente de los individuos del Oeste, modelados por el lenguaje publicitario y "dioses de la libertad, de la democracia y de la civilización". Estos prejuicios, unidos a una nefasta gestión cultural, han hecho que los grandes libros de la modernidad rumana no sean conocidos en el mundo.
Pero la literatura rumana es una "literatura europea normal, con autores hiperconscientes de su actividad artística, muy técnicos, complejos y, sin embargo, muy fáciles de comprender y amar". Ninguno de los grandes movimientos literarios de los últimos tiempos ha dejado de influir en Rumanía menos que en el resto de Europa, incluso según Cartarescu "la educación y la cultura rumanas consiguieron sobre todo después de 1970 resistir pasivamente el comunismo con una eficacia que resultó ser superior a la resistencia activa de los disidentes de otras partes". Por lo tanto Rumanía, literariamente, es Europa; sus escritores son "europeos" y en el caso de Mircea Cartarescu podríamos decir que Europa tiene la forma de su cerebro. Cartarescu no es un autor "del Este", no reconoce la división entre Europa Occidental, Central y Oriental (la civilización, la neurosis y el caos). Sus temas son los de la gran tradición europea y el espíritu que se extiende por debajo de sus libros es el mejor espíritu europeo.
Según Cartarescu todos tenemos una isla sumergida en lo más profundo de nuestra mente, y la buscamos desesperados como si en ella estuviera el diamante fundido de nuestro ser. Es una isla en la que están las ruinas de lo que fuimos, un osario. Pero los recuerdos son unos cadáveres insumisos. Se resisten a la sepultura, al olvido. Auténticos muertos vivientes, quieren perdurar narrativamente ocupando sobre todo textos autobiográficos y memorialísticos. No pueden dejar su inmortalidad al azar. Son conscientes de que "nada en el universo puede superar la velocidad con la que transcurre la vida", esa vida que desgasta lo que fuimos -inmortales e invulnerables- hasta dejarnos casi sin fuerza y sin fe.
Cartarescu confiesa tener un vicio: "voyeur de ruinas". Con el ojo castaño del amor, la compasión y la nostalgia pura (esa cualidad tan rumana y que convierte a ese país en el Portugal de los Urales) revisa la parte ya derruida de su vida, su mitología personal, para mostrarnos el origen geográfico, histórico, sentimental y literario de su obra escrita. Esta colección de textos marcadamente autobiográficos levanta el perfil humano y artístico de un hombre que escribe para que no le alcancen el desastre y la desgracia y que busca en sus sueños y en su memoria afectiva la mano piadosa que accione, entrada ya la noche, la "llavecita" de su creatividad.
Al igual que Ovidio, Cartarescu sabe que la lengua de la infelicidad es con la que están escritos todos los libros verdaderos y, como Mallarmé, piensa que el mundo sólo existe para llegar a un libro, al libro soñado. Adicto a la literatura y al café soluble, busca en los libros "esos momentos de resplandor extraordinario más allá de los cuales adivinas el espectáculo de una mente verdadera, de un hombre verdadero, de una inteligencia inagotable", porque sabe que un escritor de genio hace geniales a sus lectores. Poeta durante mucho tiempo, reivindica la importancia de la poesía en un mundo consumista, hedonista y mediático y considera que ser poeta significa ser capaz de ver la belleza -única salvación posible- donde nadie más la ve. Cree en la gran "utopía de la lectura", en la vida en los libros, pero se queja de que la falta de cultura del lector actual le impide aprehender las referencias, las alusiones y la intertextualidad de los fragmentos de buena literatura y que esto, unido a la digitalización del mundo, puede convertir esta utopía en un gran laberinto de ruinas.
Mircea Cartarescu, su madre y su hermano gemelo, siempre acababan sus juegos juntando sus sienes y mirándose a los ojos hasta formar un solo ojo castaño, un solo ser esférico y bendecido. Esta bellísima imagen me sugiere que este tipo de roce o comunión sea, en última instancia también, lo que buscamos los lectores en un gran libro. Buscamos fundir nuestro contorno con una determinada forma de belleza y verdad. Buscamos una afinidad casi consanguínea con una mente que tenga la virtud de facilitar un encuentro profundo con nosotros mismos. En definitiva, leemos para leernos.