"Mi médico ideal se parecería a Oliver Sacks. Me imagino al doctor Sacks entrando en mi condición de enfermo, mirándola en derredor, desde dentro, como un casero amable, con un inquilino, tratando de ver la manera de que el inmueble sea más grato de habitar. Miraría en derredor llevándome de la mano y entendería qué se siente siendo yo. Trataría entonces de hallar alguna ventaja en la situación. Es capaz de convertir las desventajas en ventajas. El doctor Sacks sabría ver el genio de mi enfermedad. Mezclaría su daimon con el mío. Juntos lucharíamos contra mi destino, como Rupert y Birkin en la escena de la biblioteca, en 'Mujeres enamoradas', de D. H. Lawrence".
(Anatole Broyard)
Como seres finitos y mortales los hombres no podemos eludir la
muerte ni la
enfermedad, algún día todos estaremos enfermos y algún día todos moriremos (
mors certa, hora incerta). Pero sí está en nuestra mano resistirnos a la enfermedad y alejar temporalmente a la muerte, pudiendo convertir esta oposición "en un juego, en una ocupación provisional, incluso en una forma artística". Una
enfermedad y, sobre todo una enfermedad crítica, puede darnos un grado de libertad que no teníamos, puede convertirse "en un gran permiso, una autorización o una absolución". Podemos controlar una enfermedad dándole forma de narración. Para
Broyard -crítico literario y enfermo terminal de
cáncer- el relato y la narración son una reacción natural a la enfermedad, son anticuerpos contra ella y el dolor. Como escritor
Anatole sabe que cualquier novelista transforma su desazón existencial en un texto literario y que lo mismo puede hacer una persona enferma, transformando su sufrimiento y su miedo en un relato capaz de "desintoxicarlo". Para ello cuenta con el poder terapéutico del estilo y las metáforas, capaces ambos de sanar o aliviar con mayor eficacia incluso que la risa. La inmortalidad es una quimera, pero el deseo intenso de vivir, el "fervor del superviviente", es una especie de inmortalidad subsidiaria que ni siquiera la
enfermedad o la cercanía de la
muerte puede quitarnos.
Se puede estar
ebrio de enfermedad, transformar esta circunstancia en una "excitación útil", en una oportunidad para intensificar la vida, para aumentar nuestro grado de concentración e implicación con la misma. Conseguir esto dependerá en gran parte del
enfermo, pero también tendrá un papel primordial el
médico. El médico no es simplemente un vendedor de curas y remedios, su cometido principal debe ser reconciliar al paciente con la enfermedad y la muerte, aclarar con él el "malentendido" que significa morir. El
médico debe llegar al alma del paciente y usarla como remedio terapéutico, estar atento a las fluctuaciones del yo tan típicas del hombre enfermo y contribuir a reagrupar su individualidad dispersa por el dolor. Un
paciente siempre se halla "al borde de la revelación", necesita ser entendido, ser leído en profundidad, ya que su relato es valioso y único, como única es su
enfermedad. Sin esta lectura atenta y empática por parte del médico el enfermo se transforma sólo en una enfermedad y el acto médico simplemente en una dispensación de tratamientos.
Anatole Broyard fue un
enfermo perfecto, veía todo como si fuera una metáfora, se adueñó por completo de su enfermedad y la transformó en una vigorosa narración. Decidió que no le iban a llevar a la
muerte sino que se subiría en ella de un salto, no renunció nunca a su hábito de la ironía ni a su sentido lúdico de la existencia. Convirtió la angustia en "una especie de animal doméstico, en un perro o en un entretenido y kafkiano compañero". Siempre pensó que un hombre debía morir como le diera la gana y que "en el último momento de la muerte habría que expulsar de la habitación al médico y también a la truculenta
Elisabeth Kübler-Ross". No se rindió jamás a la
enfermedad y tuvo una "
muerte indómita", creativa y bella. No vivió de incógnito su vida ni tampoco su muerte y, al final, pudo modelar algo profundamente suyo y, como diría
Ernest Becker, dejarlo caer como una ofrenda en el gran torrente de la fuerza vital.