El primer objetivo de quien escribe -según dice Longino- debe ser la utilidad de los lectores, y más si se trata de un texto didáctico acerca de cualquier arte; este texto, en primer lugar, debería acotar la materia y en segundo mostrar el modo de aprenderla. Partiendo de estas ideas, el preceptor literario Longino allá por la primera mitad del siglo I se impuso la redacción de un manual que versara acerca de lo sublime, entendido como "una elevación y culmen del lenguaje". Quiso que fuera un texto útil a los hombres que deben expresarse en público. Para él el objetivo de un gran orador no debía ser simplemente persuadir y complacer al auditorio, sino conducirlo al éxtasis haciendo uso del poder y la fuerza de lo sublime, que se impone sin resistencia irrumpiendo y devastando como un rayo "todo lo establecido". Lo sublime, lo profundo, la grandeza, hasta cierto punto son innatos. Se nace poseyéndolos, sin embargo esta realidad no excluye la posibilidad de crear un arte acerca de lo grande, una doctrina que partiendo del don natural determine "las cantidades y momentos oportunos y establezca las prácticas y usos que convengan".
Pero buscar la elevación en el lenguaje tiene sus peligros. Es muy fácil conseguir el efecto contrario al pretendido si caemos en la puerilidad, el "entusiasmo amanerado" y la hinchazón. Lo que no es sublime no pasa del oído, lo sublime de verdad "eleva nuestra alma como si fuera algo instintivo, y exultante de dignidad, rebosa alegría y orgullo". Lo sublime provoca una reflexión profunda, hace casi imposible toda réplica y su recuerdo es consistente y duradero. Longino habla de diferentes proveedores de dignidad, elevación o sublimidad, a saber: la magnanimidad, que deriva de un alma grande carente de sentimientos viles e innobles y llena de profundos sentimientos, la amplificación o acumulación de "todas las partes y tópicos de un asunto, para dilatarlo mediante la insistencia", la imitación y emulación de los grandes escritores y poetas que inspira y entusiasma, provocando una extravasación de una parte del alma de los imitados a la de los imitadores, y las imágenes o representaciones mentales, capaces por su brillo de dejar en la sombra convincentes argumentos dialécticos. Por otra parte, el autor se ocupa también de una serie de figuras que permiten al orador elevar el estilo de su composición, como son el apóstrofe o juramento, la omisión de conjunciones, el hipérbaton, las perífrasis o las metáforas.
Longino concluye su escrito planteándose la cuestión de por qué reina la penuria en el mundo literario del momento, por qué aun habiendo hombres dotados para el lenguaje y la persuasión no surgen desde hace mucho tiempo naturalezas autenticamente elevadas y trascendentes. Su conclusión -que podíamos considerar extrapolable al momento presente- sería la siguiente: "la perdición de los talentos actuales se debe a la superficialidad en que pasamos la vida". El ansia de oro, la pretenciosidad, la vanidad, la insolencia, la soberbia y otra serie de pasiones y deseos nefastos saquean y arruinan nuestras almas, esclavizándonos e impidiendo la magnanimidad y cerrándonos el paso hacia lo sublime, que no es más que "el eco de un alma grande".