"La franca determinación de la joven le provocó a Attua una sonrisa amarga.
- No acabaré con tus sueños. No te encerraré en los baños de Albort. Allí te morirías de tristeza.
- Quien ama no puede morir -sentenció ella.
Qué gran mentira, pensó Attua. Él la amaba tanto que, sin ella, temía morir. Y, al mismo tiempo, si consentía en que ella permaneciera a su lado, temía que fuera ella quien muriese".
Marchitarse. Languidecer lentamente en un lugar inhóspito y aislado del mundo al que nunca llega el verano. Morir asesinando a los sueños, cortándoles las alas por amor, sería mejor que no poder estar a su lado. Pero
Cristela, sobre esto, no tiene poder de decisión. Su añorado
Attua escoge por los dos. Y se decanta por la opción menos egoísta, la que cierra menos puertas a su amada. Aunque también sea la más dura y difícil para él.
La razón frente a la pasión. El deber frente al querer. Las obligaciones frente a los deseos. Por mucho que los dos jóvenes ansiaran unirse, la realidad se impone extendiendo a su paso un manto de hielo, tratando de enfriar el fuego que habita en ellos y que pugna por salir y tomar lo que es suyo. Pero, en el fondo, el deseo es más fuerte que la razón y el amor capaz de mover montañas. Y el fuego que trata de apagarse a la fuerza no hace otra cosa que permanecer latente, invisible bajo la superficie, como lava de un volcán que en cualquier momento puede entrar en erupción.
La vida de Attua se truncó de repente. La fatalidad llamó a su puerta dos veces: la primera adoptó la imagen de su amigo íntimo; la segunda se materializó en la figura de su padre. Se había acabado la paz; para él, ya nada sería igual. Su proyecto vital, sustentado en viajar a Madrid para convertirse en militar como su tío y en casarse con Cristela, se hizo añicos. Ahora las circunstancias y su nuevo rol como hombre de la familia le obligaban a ponerse al frente del negocio familiar, la
casa de Baños que sus padres gestionaban en
Albort, su pueblo natal, un lugar frío y perdido en los montes Pirineos. Quedarse en Albort no entraba en sus planes y renunciar a Cristela, todavía menos.
Cristela, por su parte, también albergaba ambiciones. Aspiraba a convertirse en escritora, algo imposible de lograr en aquel pueblo apartado, algo difícil aunque posible en un lugar como Madrid. Pero Attua, sin pretenderlo, la arrastraba en su caída a los infiernos de la desgracia y la sed de venganza, colocando ante ella una única posibilidad; la menos mala, la que resultaba a su amada menos perjudicial: Cristela debía renuciar a él y seguir su propio camino.
El amor entre Attua y Cristela en el territorio fronterizo de los
Pirineos españoles en plena mitad del siglo XIX es un amor imposible. En un lugar amenazado continuamente tanto por los ataques de los carlistas como de los revolucionarios, los enamorados parecen destinados al desencuentro. Los conflictos morales, las renuncias, los sentimientos de responsabilidad, las envidias y los resentimientos son cadenas que impiden salir en busca de la felicidad. Si la pasión es un regalo y una forma de salvación, tampoco hay que olvidar que en determinadas circunstancias amar demasiado puede llegar a ser una condena.