Mujercitas

El día llegó a su fin y, con el alma atravesada por un ataque repentino de nostalgia, me lancé al asalto de la biblioteca familiar. Tras tropezarme con una versión ilustrada de "La isla del tesoro", una edición descatalogada de "Robinson Crusoe" y varios ejemplares de "Los cinco" desvencijados, un libro salió a mi encuentro y se interpuso entre el sueño y yo. Su portada -un primoroso dibujo de cuatro encantadoras jovencitas, todas ellas diferentes entre sí- removió en mí algo profundo y hermoso que creía evaporado por efecto del paso del tiempo.

Con la ilusión de reencontrarme con la niña que fui y el miedo de quien teme afrontar una decepción, abrí la tapa y dejé que mis ojos acariciaran las líneas que fueron impresas quién sabe cuándo. Según avanzaba en la lectura, las imágenes -las mismas que hace tanto tiempo creó mi imaginación- acudían prestas a la llamada de mi mente, rescatadas del estado de hibernación al que la mujer que suplantó a la niña las había sometido. Y así, tumbada en la cama y con el libro apoyado en el pecho, saludé de nuevo a Meg -tan hermosa, responsable y delicada como siempre-, jugué con la pequeña e inquieta Amy y me alegré de comprobar que Beth seguía siendo la niña bondadosa que recordaba todavía. Pero, sobre todo, me enamoré de nuevo de Jo. Quise ser ella otra vez, tener su valentía, su espíritu protector, independiente y soñador, su espíritu de heroína, su carácter abnegado, su tesón.

Con ellas compartí sucesos y anécdotas; las hermanas March entraron en mi casa y, a su vez, fui invitada a la suya y me acogieron en su familia. Viajé hasta la Nueva Inglaterra del siglo XIX y sufrí la ausencia del padre que había sido enviado al frente y que por esa causa no podría acompañarlas en Navidad. Me entristeció la enfermedad de Beth, compartí la rebeldía contra los clichés femeninos y el amor por la literatura con Jo y me emocioné cada vez que Laurie, el chico de la novela, se presentaba en el hogar de las hermanas March con cualquier motivo porque, como todos los lectores sabíamos, cualquier escusa era buena si servía para disfrutar de la compañía de estas chicas.

Y me asombré al comprobar que el tiempo había pasado para mí, pero no para ellas. Mejor dicho, no había pasado para la imagen que guardaba de ellas dentro de mí. Puede que el libro que escribió Louisa May Alcott no haya envejecido todo lo bien que sería deseable con el paso del tiempo -la sociedad del siglo XIX se parece bien poco a la actual y, por suerte, el rol femenino también- pero tengo que reconocer que la lectura de "Mujercitas" resultó un método de lo más estimulante para volver por unas horas a la infancia, un paraíso que creía perdido y al que las hermanas March me enseñaron a regresar. Y, aunque me resulte incómodo en cierta medida el candor que desprende cada una de las páginas de la novela de Louisa May Alcott porque ahora me resulta ajeno, la fascinación que sentí en su día por este libro me demuestra que, cuando lo leí por primera vez, me pertenecía todavía un alma blanca, joven, pura e inocente que encajaba a la perfección con él.