Últimos coletazos de la Segunda Guerra Mundial. Un soldado americano se estrella con su avión junto a una aldea del Japón más remoto y rural. Pronto es capturado por los nativos, quienes lo convierten en su presa a la espera de que las órdenes que lleguen de la ciudad decidan su futuro. Dejando a un lado el contexto histórico, nos hallamos ante una historia de carácter universal: una reflexión sobre esa esencia enrevesada y compleja que nos caracteriza como especie, más allá de la cultura y de la raza, del idioma, ese substrato común en el que convergen miles de años de evolución.
Kenzaburo Oé condensa en apenas cien páginas buena parte de los instintos más elementales del ser humano: crudeza, miseria, grandeza, inocencia, corrupción. Y lo logra a través de un lenguaje sencillo y directo, sin aspavientos, con un realismo crudo y un gusto por el detalle y la poesía intrínseca de cada objeto que marca el ritmo de la narración: suave, pausada, un perfume que embelesa lentamente la conciencia del lector.
Y el soldado es negro. No es una circunstancia menor, porque el contraste racial se utiliza a lo largo de todo el relato para incidir en el abismo de la diferencia, sin tópicos, sin evasivas: un gigante negro, colosal, con un olor propio y característico, casi un animal mitológico, una bestia a primera vista para los ojos de los aldeanos… y sin embargo… un ser que intenta comunicarse, que llora, que ríe, que piensa, humano y salvaje, como cualquier otro.
Y hay niños. Tampoco es casualidad que la historia se narre desde la perspectiva de un niño. En un mundo de adultos, de silencios y secretos, de puertas que se cierran, los niños reciben a la presa con la fascinación propia de la infancia: el soldado no es para ellos el enemigo sino tan sólo el extraño, lo prohibido, la magia, el miedo, el desafío, la prueba. El soldado se convierte en su mundo, en su obsesión, su razón de ser.
En el letargo de un verano sin fin, el tiempo se detiene pero los personajes evolucionan, mutan y se transforman. El soldado pasa de constituir una amenaza a ser una simple costumbre, los niños encuentran en él a un compañero de juego extraño y diferente, el negro que no es un niño pero tampoco un adulto como sus padres, que no es una bestia pero tampoco uno de los suyos, la presencia fabulosa con la que se comunican sin necesidad de palabras, el ser con el que pueden compartir la crudeza innata de la infancia sin la tutela de los adultos, la violencia sin ira, la crueldad sin maldad, la entrega sin reservas, la obscenidad sin perversión. Y es precisamente cuando los adultos vuelven a penetrar en ese mundo de salvajismo inocente, cuando las pautas sustituyen a los instintos, es entonces cuando el equilibrio se rompe y los dos mundos se enfrentan ya sin remedio.
"La presa" fue la primera novela de Kenzaburo Oé, el único autor nipón, junto a Yasunari Kawabata, que ha ganado el Nobel de Literatura. Una obra dura y hermosa, cargada de simbolismo y carnalidad, llena de olores, sabores, descubrimientos y contradicciones. Un relato iniciático donde la sordidez y la poesía se mezclan bajo una superficie de expectación.
Y en el calor de la tarde, con los cuerpos desnudos en el estanque, estalla un arrebato de obscena festividad, una escena sexualmente violenta, tan espontánea y carente de significado como bestial y cruel, justo ese instante que el protagonista recuerda con infinita nostalgia, la melancolía de la infancia perdida, ese recuerdo suspendido en el tiempo, indeleble pero incapaz de atrapar con palabras, la pureza del verano que fue, infinito, salvaje y puro como la humanidad innata que reside en cada ser: primitivo.