El certificado

Pocos relatos como este resumen tan bien y contienen tanto de lo que a la postre será la bibliografía completa de su autor. "El certificado" de Isaac Bashevis Singer cumple con esa excepción a la regla y es además un ejercicio de maestría literaria que desborda por los quinientos costados. Encajaría perfectamente en las siguientes etiquetas editoriales y posiblemente en cada relectura saldrían unas cuentas más: novela, narrativa, ensayo filosófico, radiografía social y política, autobiografía, costumbrismo, teología, comedia y tragedia. Con dos virtudes añadidas (por si faltaban acicates): su brevedad para tamaño empeño y su estilo fresco, tan cómodo de aprehender como agudo y envolvente. De existir un epítome de la ironía tierna y crítica, bien apuntaría este libro a serlo.

Ambientada en la efervescente Varsovia de 1922 (Polonia disfruta de la reciente independencia tras sufrir la dominación de diversos imperios colonizadores sin sospechar aún que lo peor de su historia contemporánea aguardaba a la vuelta de la esquina), una urbe que late de día y de noche plagada de personajes y personajillos judíos y gentiles bajo una atmósfera cultural y política cargada en forma y fondo que sirve de escenario a un joven David Bendinger, escritor en ciernes, hijo de rabino estricto del que huye hacia la gran ciudad para hacerse un nombre por sí mismo y madurar en todos los sentidos lejos del futuro que se espera de él y de las férreas normas que el mundo rural y su religión le imponen. En su travesía se topa con acaudalados y mentecatos mecenas del arte, vehementes ideólogos del sionismo y el comunismo (algunos incluso mezclan y agitan ambas ideologías), viejas y artríticas glorias nacionales de las letras que detestan cualquier vanguardia, proletarios explotados que bastante tienen con comer caliente de un puchero común, antisemitas confesos (semillas del fascismo y nazismo que pronto asolarían el continente propiciando el Holocausto), y con mujeres, la verdadera obsesión del protagonista, deseoso por una parte de foguearse y por otra de hallar reposo en alguna de ellas.

Lógicamente no lo consigue pues su alma bulle sin necesidad de que alguien atice la hoguera y cualquier estímulo externo se queda pequeño comparado con el dybbuk que porta en su interior (una constante junto a la del esoterismo que aparecerán en títulos posteriores). Alterna, pues, con estas efímeras parejas el amor platónico y el carnal, se salta los preceptos de higiene racial, miente, enreda, promete, respeta, cambia de opinión, se apasiona, se desilusiona, anota sus sensaciones y consulta la Cábala de sus ancestros y de su adorado Spinoza. Su actitud confusa es fiel reflejo de la época en tránsito que habita.

Aunque es aceptado en el selecto Club de Escritores gracias a su incipiente talento pero sobre todo a la mediación de un hermano mayor y reputado autor, su principal desvelo cambia de registro cuando obtiene el certificado oficial para establecerse en la Palestina tutelada por los británicos (Declaración Balfour, 1917), destino vital que pasa por apañar antes un matrimonio de conveniencia con una esposa rica que sufrague los gastos de la mudanza a cambio de compartir dicho privilegio restringido. En ese punto David Bendinger ya atesora todos los conflictos morales e intelectuales que caben en un ser humano a lo largo de una biografía, y como no podía ser de otra manera, su creador le obliga a afrontarlos con el arma más afilada del mundo: el sentido del humor. ¿Qué hará el impúber aspirante a hombre? En este contexto equivaldría a preguntar si el libre albedrío es otro invento de dios o viceversa. Contesta el propio Singer muchos años después: “Who Knows?”. ¿Quién sabe?