Preludio de amor

Susana B. González
María esperaba aletargada aún por un tibio y pesado sopor que parecía no querer despegar de sus párpados. Los codos, apoyados sobre el marco de la ventana, sostenían su rostro somnoliento.

De pronto una suave brisa sacudió su piel veinteañera y depositó ralas gotas de rocío sobre sus brazos y su frente. Con un simple pestañeo, sus ojos se abrieron ante esa noche oscura y desafiante, pero María no tenía miedo, sentía que su corazón latía con más fuerza acariciando aquel encuentro.

Hacía seis meses que Joaquín se había marchado con su mochila al hombro y sus botas viejas. Entonces el sendero de la casa era un colchón dorado y crujiente de hojas secas que el viento arremolinaba a su antojo. A ninguno de los dos les gustaban las despedidas largas, sentían que era un modo de prolongar aún más el dolor que la separación les producía. De modo que María se había ido a tender la ropa mientras Joaquín terminaba de acomodar sus cosas. Pero cuando la puerta de entrada emitió un golpe seco, ella comprendió que ya se había marchado, así que corrió presurosa hacia la ventana de la sala y comenzó a contemplar su figura mientras se alejaba.

-Volveré cuando el alba de la primavera me pise los talones –le gritó él al darse vuelta.

- Y yo te aguardaré junto al alfeizar de mi ventana, ya repleto de nardos florecidos - le respondió ella agitando su brazo a modo de despedida.

Pero esa noche no había querido acostarse por temor a que el sueño la atrapara y se quedase dormida, sentada junto a la ventana, había decidido esperar el regreso prometido.

El firmamento ya clareaba y los perfumes del amanecer entraron por la ventana. María agudizó sus ojos y divisó una silueta de hombre que, aún sin rostro, se recortaba sobre un cielo de granate y oro.

A medida que se aproximaba, la sonrisa franca de Joaquín, resplandeció ante su mirada.

- ¡Ay amor, has cumplido tu promesa! – gritó, entre sollozos, exaltada –. Y hoy, como la primera vez, espero sedienta de amor tu llegada, con el mantel blanco sobre la mesa, el café humeante y los nardos frescos en la ventana.
Texto libre Trabalibros

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