Los setos también tienen flores

Teresa Gómez Acosta
―¿Te acuerdas cuando hacíamos collares con las flores blancas que recogíamos en el recreo?― me preguntó cuando nos sentamos a hablar más de veinte años después de terminar el colegio.

―¡Claro que me acuerdo! ―contesté― eran florecitas pequeñas y con un hueco en el centro que aparecían en los setos como de un día para otro a finales de marzo o principios de abril, coincidiendo con el cambio de los malditos leotardos del uniforme a los insuficientemente largos calcetines verdes. Seguía haciendo frío por más largos que fuesen los días. Eran como el anuncio de que se acercaba el verano y faltaba poco para las vacaciones.

―Sí, esas flores que por cierto, no es que tuvieran un agujero en el medio sino que era el resultado de arrancarlas, bonita ―me aleccionó Isa―. Nos íbamos un viernes del colegio sin que existieran y el lunes al regresar habían llenado caprichosamente de blanco los insulsos setos. Como una recurrente sorpresa aunque el proceso se repitiera todos las primaveras. Pero claro, nosotras eramos niñas y la inocencia tiene eso, que te sorprende y te hace ser feliz con los más insignificantes acontecimientos.

―Aún así ―seguí yo― hay gente adulta que piensa y vive así. Es decir, solo buscan la belleza en los sitios comúnmente aceptados como hermosos y creen que entre lo oscuro, anodino o espinoso no hay nada significante que encontrar. Con las personas pasa lo mismo. Lo contrario que nosotras de pequeñas que descubríamos lo extraordinario entre los matorrales que delimitaban los patios del cole. ¡Bendita inocencia!

Incluso habiendo pasado dos décadas sin vernos, ahora con sendas copas de vino tinto delante, me sentí al tenerla frente a mi como en los años escolares. Con la misma complicidad y confianza de siempre que antes de hacernos mujeres adultas. ¡Cuán poderosas son las pequeñas flores que encontramos en las matas los primeros años de vida! ―pensé.

Una vez puestas al día sobre los temas más mundanos. Habíamos resumido media vida con la falta de importancia que da el paso del tiempo sobre acontecimientos que en su momento lo significaron todo. Así, supimos que ni ella había llegado a ser médico forense ni yo periodista aunque ambas teníamos un buen trabajo o al menos estable que nos permitía vivir de manera independiente. Ninguna teníamos pareja. Ambas habíamos tenido demasiados chascos amorosos y un día dejamos de darle importancia a ese aspecto de la vida. Sin embargo, coincidió que en los últimos meses, las dos nos habíamos vuelto a enamorar; sin ningún resultado pero con la misma ilusión.

―Asimismo ocurre con el amor y solo he tardado cuarenta años en darme cuenta ―continuó Isa con su característico toque de ironía.

Con cada copa de vino la conversación fue haciéndose cada vez más profunda y a la vez más rara. De un tema saltábamos a otro y cada frase de la una o la otra daba pie a una nueva divagación que nos convertía por momentos en dos sabias filosofas o solo dos borrachas disfrutando en un bar, según quién juzgue la escena.

―No puedo estar más de acuerdo contigo ―respondí― es decir, cuando eramos pequeñas nos atraía a todas él mismo chico, el guapo de la clase y no existía nadie más que pudiera eclipsar su atención. Sin embargo, al ir haciéndonos mayores nuestros gustos se fueron distanciando y cada una descubrió los suyos. Fuimos aprendiendo a percibir belleza y virtudes en personas que las demás no veían. Algo así como descubrir matices en los colores que otros ven planos. ―continué― Es lo mismo que ver solo un triste seto o, como hacíamos nosotras de niñas, recoger esas efímeras florecitas que enlazamos sobre la ramita flexible como hacemos con las pequeñas cualidades de las personas cuando nos enamoramos.

―Bueno amiga, ¿qué pasó con el último seto de tu vida? ―me preguntó a bocajarro pero no sin anestesia. De anestesia íbamos bien servidas saboreando ya la tercera ronda de rojo suero de la verdad―.

―Que no me creyó cuando le dije que amaba sus florecitas ―contesté―.

Con dos medias sonrisas y sin tener que dar más explicaciones, nuestros ojos se entendieron y entre el bullicio del bar se escuchó un sonoro ¡camarero otra ronda! Que dijimos al unísono ―carcajadas―.
Texto libre Trabalibros

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