Fin de la jornada

Rafael Ruiz Pedregosa (Ruhiz Pedregosa)
Llovía. No había dejado de hacerlo desde las primeras horas de la
tarde. Se sentía el creciente murmullo del temporal como una
multitud confabulada contra el labrador, que permanecía aislado
en una casita semiderruida en medio de la soledad enriscada de
las lomas y los valles sinuosos y sin horizontes. Cuando
empezaron a caer las primeras gotas se refugió en ella pensando
que sería cosa de un rato pero, como la lluvia no paraba de
arreciar y afirmarse, no le quedó otro remedio que sentarse
tranquilamente a esperar una escampada, contemplando el
atardecer grisáceo desde su prisión cerrada con barrotes de agua.
El caserío quedaba demasiado lejos como para aventurarse a
regresar soportando los rigores de un cielo que se derramaba a
chorros. A través del tejido de hilos acuosos pudo vislumbrar aún,
al principio, envueltas en una niebla de nostalgia, las manchitas
blanquecinas diseminadas en un prado entre las que se encontraba
su casa; pero en poco tiempo todo quedó anegado por aquella
pantalla gris que lo separaba del mundo, como un estómago que
se lo hubiera tragado.
Corría el tiempo a la par de su impaciencia. La tarde cerraba más y
más el impenetrable cortinaje grisáceo a los últimos retazos de
claridad. Con serenidad y determinación la oscuridad lo estaba
condenando a una noche de frío y hambre, en la única compañía
de los murciélagos que colgaban del techo y de las innumerables
goteras que, en progresión, constituían ya otra lluvia en el interior
del temporal, una lluvia privada de la cual resultaba difícil
guarecerse al ir quedando cada vez menos huecos libres en su
campo de acción.
Lo embargó de súbito el mismo sentimiento de desamparo de
cuando era niño y hubo de abandonar la aldea para completar la
primaria en un internado, donde estuvo a punto de enfermar de
melancolía al verse separado de su familia por tanto tiempo,
oprimido entre los patios amurallados y las aulas severas, reino de
los maestros que le infundían tanto miedo que vivía cada día con
la convicción de estar haciendo algo malo, quebrantando alguna
norma ignorada entre tantas que le habían impuesto. Solo hablaba
en clase, cuando le preguntaban algo, y siempre con voz
temblorosa y pusilánime. Por eso también le costó tanto hacer
amigos. Al principio no se relacionaba con nadie; aunque no
solían tratarlo con desdén se sentía insuficiente para integrarse en
el grupo. Sin embargo guardaba algunos buenos recuerdos de esa
época, y por encima de todos el de Aurora, su compañera de
pupitre en quinto curso, a la que él siempre había tenido como su
primer amor.
Sin quererlo fue pasando revista a su pasado, tan rápidamente
como si estuviera a punto de morir. Tiritando de frío y con el
hambre royéndole por dentro es verdad que volvía a parecerse a
aquel niño tímido y asustadizo.
Centelleó el primer relámpago y detrás vino el trueno esperado
que él recibió con los dientes apretados y todos los músculos en
crispación, en un intento instintivo e irracional por repeler el
brutal estampido, aunque este gesto no lo libró lo más mínimo de
un estremecimiento de espanto que lo sacudió como a una mala
hierba golpeada por el azadón. Siempre lo habían asustado las
tormentas, como a un animalillo de corral que corría tembloroso a
refugiarse en el hueco más cercano o bajo la protección de los
mayores.
Dentro de las nubes comenzó a librarse un combate a morterazos
entre las fuerzas del viento, del agua y de la electricidad, y daba la
impresión de estar sufriendo la primera catástrofe de un
armagedón. La lluvia y el viento arreciaban con ferocidad, como
queriendo llevarse consigo las pobres ruinas que le daban cobijo.
Nunca había sentido tan cercano el desaire de la naturaleza, ni
había estado tan desprotegido ante otra adversidad. Era como
estar de rodillas delante de todos los maestros de su infancia que
venían a torturarlo de nuevo. Y él se sentía desnudo y minimizado
ante esa crueldad infinita que se podía saborear con áspero
desagrado.
Un estallido ensordecedor fue la señal inconfundible de la caída
de un rayo en las inmediaciones. La casita pareció volar por los
aires y él casi perdió el conocimiento, con la explosión todavía
vibrándole en la cabeza. Tenía clarísimo que iba a morir y prefería
hacerlo cuanto antes para dejar de sufrir de una vez por todas,
para no sentir más el pánico por el dolor que aún le aguardaba.
Estaba empapado hasta los tuétanos. El suelo se había convertido
en un barrizal donde los goterones repiqueteaban como metralla.
La única razón que lo hacía permanecer en aquél precario refugio
era que todavía lo resguardaba de la furia del vendaval. De todas
maneras llegó un momento en el cual no podía saber si se
encontraba dentro o fuera, vivo o muerto, puesto que había
perdido la noción de su propia persona y de cuanto le rodeada. El
temporal lo transportaba como una hoja liviana a través de unos
parajes de nubes agitadas, donde los árboles y las máquinas y los
hombres, y sus animales por otro lado, como si fueran ligeros
recortes de una ilustración campestre, ascendían en espirales
turbulentas hasta quedar esparcidos en el techo de la tormenta. Y
él seguía y seguía arrastrado por la corriente etérea que lo estiraba
y lo extendía por la vastedad de aquél cielo encolerizado que
parecía amenazar de muerte a los habitantes de la tierra, o por lo
menos darles muestras de que tenía fuerzas para hacerlo cuando
le apeteciera. Quedó maravillado ante la inmensidad de ese tapiz
en el que las figurillas arrancadas del suelo parecían solamente
diminutas incrustaciones de bisutería de poco valor, desprovistas
de vida y significado. Habían desaparecido el hambre y el frío y
una placidez inesperada reemplazó el lugar de sus temores. El
rugido de la tempestad era su respiración. Las deflagraciones
brutales partían de su pecho y los latidos de su corazón eran el
impulso de los vientos huracanados. Se adentraba de tal forma en
los entresijos de la naturaleza que llegó a creerse tan fuerte e
infinito como ella. Rebaños enteros, cosechas extirpadas de raíz
pasaban a través de su alma de brumas, como si fuera
transparente y abarcara todo el universo, como si fuera parte del
aire o de las masas nubosas que se expandían hacia un límite
indefinido.
De pronto se entretuvo con la visión de un pajarillo que aleteaba
con ahínco, luchando contra la ventisca y los ramalazos
tormentosos, resistiéndose a ser arrastrado. Pero, a pesar de su
esfuerzo denodado, no paraba de retroceder vertiginosamente en
contra de su voluntad y se perdió en la profunda negrura. Sin
embargo, el hombre siguió notando ese aleteo en su interior con
gran desasosiego, presintiendo la proximidad de su muerte,
aunque el bienestar y la euforia que lo embargaban parecieran
querer convencerlo de lo contrario y le quitaran importancia a
aquella certeza. Se sentía en armonía con los elementos y muy
cerca de Dios, tan cerca que pensó que lo que estaba percibiendo
era su propio aliento divino.
Un trueno espantoso estalló amartillando cada palmo de su
enorme cuerpo universal, arrugándolo y comprimiéndolo hasta su
estado de insignificancia anterior. Allí estaba, solo, al amparo
dudoso de las paredes corroídas que rechinaban queriendo
desmoronarse ante los empujones del viento que resoplaba como
un toro enfurecido en busca de destrucción.
No quería morir. Con una sola demostración del poder oculto en
la inmensidad de la que había creído formar parte se disipó su
confianza y su entereza. Por mucho que la muerte se presentara
como un alivio para su agonía, por mucho que la eternidad se le
hubiera mostrado tan grandiosa y placentera, aún le tenía
demasiado apego a la vida como para dejarse separar de ella con
tal anticipación. Le quedaban demasiadas cosas por hacer y
algunos vacíos por llenar para sentirse a gusto consigo mismo. Le
faltaba, sobre todo, experimentar las sensaciones desconocidas del
amor después de haberlo soñado tanto, porque ese era su mayor
deseo cuando pensaba en su adorada Yolanda, con su melena
ondulada jugando suelta con el viento y cayendo como una
cascada hasta tocar su cintura, y aquélla boquita rosada como
dibujada con esmero, y las lanzadas directas de sus ojos verdes
penetrándolo cuando se encontraban, y sus pálidas mejillas que se
sonrojaban al tiempo, ardientes por la cercanía de su indeciso
enamorado.
¿No merecía la pena estar vivo solo por verla cada día?
Inesperadamente, mientras tomaba la determinación de declararle
su amor en la primera ocasión que se la encontrara a solas, el
pajarillo extraviado en el temporal entró por la puerta y se posó
tranquilamente sobre el piso embarrado. Era un petirrojo. Empezó
a picotear en el lodo bajo la mirada atenta y maravillada del
labrador, sin mostrar el menor estremecimiento ante los embates
brutales que sufrían sin descanso los paramentos del refugio.
Se estaba confirmando la negrura de la noche y el hombre,
armándose de arrojo, salió corriendo en dirección a donde él creía
que se ubicaba el caserío, espantando con su ímpetu al petirrojo
que levantó el vuelo y volvió a internarse en la opacidad rugiente.
Los dos desaparecieron dejando vacía la casita que, en la tristeza
de la noche, parecía una cabeza de piedra con la boca
desportillada y sin dientes, abierta de par en par.

Ruhiz Pedregosa 2021
Texto libre Trabalibros

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