En diferido

Amílcar Bernal Calderón
A pesar de tener la peor puntería con el revólver, Elibardo Santiesteban terminó suicidándose de un disparo, once años después de apretar el gatillo.

El veintiséis de mayo de dos mil uno, cansado de tan mala puntería (no acertaba a tomar la mano que le brindaba un saludo, si trataba de sacar un moco de su nariz se chuzaba un ojo, escribía sobre la mesa pues no daba con el cuaderno, entre otras desgracias), se colocó el revolver debajo de la boca, en esa parte hueca de la mandíbula que no tiene nombre y es blanda, como un labio, y disparó. El tiro, como era de esperarse, no dio en su cabeza sino fue un tiro al aire que se elevó, como Remedios la Bella (ella, al cielo de la literatura, el tiro a una nube blanca que quería saber lo que era una mancha, por lo de don Quijote, quizás), y veintitrés segundos después cayó a setecientos metros del cuarto (cuya ventana siempre quiso mirar tiempos mejores) donde Elibardo Santiesteban se había disparado.

Una semana después, el dueño de la finca daba un paseo por sus tierras y encontró el plomo del disparo de Elibardo Santiesteban, le pareció curioso, lo llevó al laboratorio, lo analizó y decidió, con fatal sabiduría, que había un yacimiento de plomo en su propiedad.
Llegaron los ingenieros, el polvo de cemento, el mercurio, los ácidos, las retroexcavadoras, los pésimos salarios, las enfermedades nuevas, las putas de otros pueblos y la música a alto volumen, y entre todos terminaron el montaje de la mina.

Elibardo Santiesteban, como empleado de la mina (póngale usted el puesto que quiera, yo no lo recomendaría para nada), siguió dando palos de ciego mientras la mina trataba infructuosamente de producir plomo, hasta el veinticinco de mayo de dos mil doce cuando un chorro hirviente (lava:79%, azufre demoniaco: 11%, música rock: 7%, murmuraciones 2.2%, otros cálidos peligros: 0.8%) salió disparado de un orificio que la broca del contratista abrió en la tierra, se dirigió a las oficinas de la administración (el chorro hirviente, sí, lo juro, disfrazado de persona, o al menos eso supe…), amenazó de muerte al empleado de la nómina para que le dijera dónde encontrar a Elibardo Santiesteban, se enteró y fue por él. El chorro hirviente entró a la cabeza de nuestro héroe por debajo de la boca, o sea, por esa parte hueca de la mandíbula que no tiene nombre y es blanda como una caricia, y lo mató, once años después de iniciado el suicidio.
Texto libre Trabalibros

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