El ataúd de mi bisabuela

Javier Holmes
Mi corazón latía desbocado mientras los sepultureros alzaban el ataúd de madera resquebrajada a pulso. Con cada brazada, el cajón que supuestamente contenía los restos de mi bisabuela ascendía unos centímetros y, a la vez, provocaba que mi corazón acelerase sus pulsaciones. Me arrepentía profundamente de haberme embarcado en esa empresa. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Estábamos en el cementerio de un villorrio de un pueblo del sur de Galicia del que no me gustaría hablar más para evitar una indeseable afluencia de lectores que estropeara la apacible convivencia de los lugareños. Una iglesia de piedra presidía el camposanto y su torre ancha ocultaba la luna que en ese día del mes estaba en su apogeo. Había tenido la suerte de encontrar dos voluntarios que por doscientos euros para cada uno habían accedido a la labor de desenterrar los restos de Vicenta, mi antepasado. Otro más, este por cien euros, estaba vigilando el camino que llevaba hasta el lugar donde estábamos en previsión de una visita intempestiva de la Guardia Civil. Porque todos teníamos muy claro que la labor que nos ocupaba suponía un delito que podía llevarnos irremisiblemente al calabozo.
Una vez que los braceros contratados hubieron depositado las tablas en forma de ataúd sobre suelo firme, el silencio de la noche se clavó en mis oídos. Ambos me miraban esperando mis instrucciones, pero estas no llegaban porque la afonía de mi garganta lo impedía. Sabía que si había llegado hasta ese punto ya no había marcha atrás. Tenía que abrir el cajón, que era como mejor se podía definir a esas tablas resquebrajadas y cosidas con burdas puntas oxidadas, y comprobar lo que después de unas semanas de investigación me temía: que la abuela de mi madre había sido una ladrona de mucho cuidado.
¿Qué cómo había llegado a la siniestra situación en que me encontraba? Todo empezó con una fotografía, así de simple.
De mi padre apenas tengo recuerdos. Nos abandonó a mi madre y a mí cuando yo apenas contaba ocho años y apenas tengo su cara retenida en mi memoria. Se fue, así sin más. Mi madre falleció hace dos meses, ya era mayor, aunque no tanto. Bueno, no sé si alguien debería ser lo suficiente mayor como para morirse. El caso es que mi madre se había muerto y en plena vorágine de nostalgia me dio por abrir sus dos ajados álbumes de fotos. Lloré mucho y cuando estaba a punto de abandonar ese ejercicio de inmolación me la encontré. Allí estaba Vicenta, de la que alguna vez escuché alguna reseña breve en boca de mi madre. Sé que murió en los albores de la dictadura en manos de los mismos a los que había servido durante la guerra, los que la ganaron.
La foto era vieja, amarillenta y con los bordes quemados, como suelen ser las fotos muy antiguas supongo. Y mi bisabuela también era vieja, aunque no debería tener más de cincuenta años en esa foto. Por los datos que yo tenía, la habían matado en un pueblo de Galicia por una revancha de amores. Eso es lo único que mi madre parecía recordar, aunque decía que su madre siempre evadía la conversación cuando había que hablar de la abuela Vicenta. Hubiera podido pasar página y haber seguido con las siguientes instantáneas del álbum o lo podría haber cerrado y haberme ido de vinos por ahí para atenuar mi congoja. Pero no, me fijé en la foto, ella atrapó mi atención. Ahora sé cuánto me equivoqué. Ella estaba de pie, con una camisa azul que la identificaba como activista del bando nacional luciendo en su solapa el inequívoco yugo con las flechas. Tenía el pelo recogido en un moño y, a pesar de su cara arrugada, no le faltaba atractivo. Su mirada era enigmática y supuse que más de un corazón habría arrebatado esa mujer.
Pero lo que más me llamó la atención era el libro que reposaba entre sus manos, La Divina Comedia de Dante. Lo reconocí de inmediato pues ese libro descansaba bajo una considerable capa de polvo entre mis estanterías. Allí estaba desde que mi madre me había regalado toda su colección hacía años ya. Y todos estaban bajo la misma película de polvo desde que los recibí, sin inmutarse por su falta de atención. No me pareció normal que una mujer de esa época, luciendo una indumentaria casi militar, posase con un libro de poesía medieval. Un acto impulsivo me hizo levantarme y tomar el libro entre mis manos. Soplé para espantar las partículas que lo cubrían desde hacía años y más de cerca pude ver que se trataba del mismo libro que el de la vetusta fotografía.
Lo abrí, no para leerlo, pero sí para ojearlo. Olía como huelen los libros antiguos que no se abren, a libro viejo. Me paré en el Canto XIII: "No estaba Neso aún al otro lado/ cuando entramos de un bosque en la espesura/ do no había sendero señalado", y la carta manuscrita cayó a mis pies. Dejé el libro en el mismo hueco donde estaba para que continuase con su reposo y ansioso recogí el papel y lo desdoblé. Se trataba de dos cuartillas amarillentas dobladas por la mitad. Estaban escritas con pluma de tinta negra un poco corrida por la humedad o por el tiempo transcurrido desde que se escribió y con letra excesivamente redondeada a pesar de haber sido trazada por un hombre según obraba en la firma. Y, lo más importante, escritas en un perfecto alemán que, por supuesto, no supe entender.
Me llevó días comprender el alcance del documento que tenía entre manos. Les resumiré en unas pocas líneas el ímprobo trabajo que me supuso entender la carta y la inevitable investigación posterior. Mi abuela se había pasado los años de la guerra reuniendo joyas que hacían como aportación "voluntaria" familias de la región que estaban necesitadas de congraciarse con el bando nacional que fue el que tuvo el mando allí desde prácticamente el inicio de la contienda. El caso es que cuando la guerra acabó, el tesoro debía ascender a un pico de la época y mi abuela recibió el encargo de hacérselo llegar a un tal Hermann Göring que en la carta que yo había encontrado firmaba como comandante en jefe de la Luftwaffe. No tengo certeza de ello, pero supongo que se trataba de una forma de pagar la ayuda prestada por los alemanes al bando nacional durante la lucha fratricida. En el escrito, el alemán le daba a Vicenta las gracias por el envío que le había llegado, pero también decía que faltaban objetos de los que se habían inicialmente inventariado y le daba un ultimátum para hacérselos llegar.
Mi bisabuela murió semanas después. A pesar de haber colaborado con los que habían resultado victoriosos, había muerto de un tiro en la nuca y arrojada a una fosa común. Nunca habíamos tenido confirmación de si sus restos eran los que se habían encontrado en fosas comunes de la zona. Mi abuelo, su hijo Ezequiel, quiso hacer un entierro católico para honrar la memoria de su madre. Eso lo supe cuando di la vuelta a la carta del alemán y en el reverso encontré la firma de Ezequiel Matías sobre una nota que decía: "Inveniunt magnum thesaurum in sepulcrum"- Encuentra el gran tesoro en la tumba.
El resto se lo pueden imaginar y, por tanto, prefiero ahorrarles el esfuerzo de su lectura.
Despaché a los dos supuestos enterradores, o desenterradores, y les envié temporalmente con su secuaz que se había quedado de vigilante del camino. Quería tener intimidad. Cogí la palanqueta de la que había ido provisto y, luchando contra el golpeteo de mi sangre sobre las sienes, abrí la tapa superior. En ese momento la luna en su movimiento traslacional se había liberado de la gruesa torre de la iglesia del cementerio y con todo su esplendor iluminó el interior del féretro que no era tal.
Y no lo era porque dentro no había ningún cadáver ya que los restos de Vicenta reposarían probablemente aún bajo unos metros de tierra en una anónima fosa que los sepultureros del dictador improvisaron. No había cadáver, pero tampoco había tesoro. Sólo vacío y una nota firmada por el hijo de Ezequías Matías, mi padre. En ella se despedía de su abuela dándole las gracias por la suculenta herencia que le había dejado, de su propio padre por la nota en el reverso de la carta del comandante de la Luftwaffe y de nosotros (de mi madre, que era su esposa, y de mí) pidiéndonos perdón en el caso de que leyéramos esa carta.
Miré a la luna, la misma que otra noche, hacía casi ochenta años, había visto el enterramiento de un cajón que, lejos de contener un muerto, estaría repleto de fabulosas joyas. La misma luna que años más tarde vería a otro hombre expoliándolo y la misma luna que ahora se debía estar partiendo de risa de mí.
Tan absorto estaba embelesado con el reflejo lunar que no fui consciente del reflejo de otras luces. Estas rojas y azules. Dos coches de la Guardia Civil acababan de detenerse en la puerta del camposanto y dos agentes de dirigían a mí con las manos sobre la culata de su arma aún enfundada.
Ahora la luna sí se estaba descojonando.

PD: escribo este relato desde Soto del Real a la espera de juicio por el delito de profanación. Y no será porque no me he cansado de repetir a la jueza que allí no había cadáver y que, por tanto, no se trataba de una tumba. El caso es que creo que me han tomado por loco.
Texto libre Trabalibros

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