Un mundo mejor

Xeres Aguirre
Lo detuvieron en el trabajo. Los vio venir a lo lejos un día por la mañana, en el pasillo, rodeados por la luz blanca de los fluorescentes, como ángeles implacables a cumplir sus designios. Cree que alguien lo delató, algún vecino de los que viven en el edificio de enfrente, quizá la mujer de los rulos que pasa el día asomada a la ventana, la joven que hace gimnasia en el balcón o el nieto de los porteros, pagan una buena cantidad de dinero por las denuncias, y eso que siempre había procurado hacerlo con las cortinas corridas, o en el baño sin ventanas, intentado acostumbrarse a la nueva normativa que en breve prohibiría las cortinas y sólo permitiría que los nuevos edificios se construyeran de cristal, todos controlarían la vida de todos, todos se vigilarían y nadie infringiría las leyes.
Lo llevaron al edificio de la Sede Central y por la gran puerta con dos entradas rotatorias, unos salían y otros entraban, las colas permanecían en silencio, los que entraban, custodiados por sus guardianes, fríos, hieráticos, como esculturas de granito, y los que salían, unos con las manos muertas, otros, con los ojos vacíos, demudados por el terror, castigados por escribir en hojas de papel o por leer libros también en papel. La ley imponía hacerlo en la gran pantalla del ordenador, todo tenía que pasar los filtros legales de escritura y lectura recomendables, nada debía ser íntimo, personal. Después de la entrada rotatoria lo llevaron a una sala con artefactos adosados a la pared, los antiguos secamanos de los lavabos públicos pero con una nueva función, inutilizar las manos de los infractores de la ley. Había sido visto escribiendo en un folio, la pena, las manos muertas, y mientras las introducía, aterrorizado, se vio engrosando la lista de los mendigos mancos y ciegos que pululaban por la ciudad, inútiles y locos, revolviendo entre las basuras, hasta que un día aparecían muertos en cualquier esquina, y el camión que pasaba todas las noches recogiendo las inmundicias los desaparecía y se controvertían en nadie.
Texto libre Trabalibros

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