La indetenible arbitrariedad del sueño

Rafael Rodríguez Guerra
Durante el sueño, las cucarachas pendían de las telarañas. Eran grandes, con horribles patas traseras y amenazaban caer sobre mi rostro. Inmovilizado a causa de la enfermedad, mis ojos se iban en pos de ellas. El dolor susurraba por el hígado, sobresalía del espesor salado como un adagio litúrgico. Apenas Rosalí salía de su apartamento, se encontró con el manto rojo, flotador, intempestivo, en la avenida. El manto trató de rozarla pero ella dio una voltereta y casi parecía que volaba. Dos agentes se acercaron pero no dijeron ni esta boca es mía. Rosalí se miró los zapatos ― tal vez pensaba en el perdón ―. Me había dejado a merced de los coleópteros. Luego vi la silueta enfaldada, el oscuro y enseriado rostro como envuelto en humo. Algunos insectos se dispersaron por las extensas telarañas, buscando el techo. La cautivadora acechanza de Rosalí se concretó en un frío que avanzó por las piernas, se detuvo en el sexo y, resonante, me hacía pensar en mil acordeones pulsados bajo el agua. El sexo tenía que estallar. Eran las nueve de la noche. La mano de Rosalí se había encharcado. El olor conocido parecía embriagarla. Buscó mi rostro con los labios. Depositó un beso en la frente. Desperté de la enfermedad, camino a la sepultura.
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